DEMOCRACIA: POLITICA Y ALGO MAS
Un pueblo sin democracia se embrutece, se aísla, se vuelve sobre sí mismo de manera narcisista– llámese a eso nacionalismo o como se quiera – generando miedos y complejos sociales que impiden a los ciudadanos ser tales. Inmadurez política, falta de iniciativa ciudadana, paternalismo social y económico. Esa fue el legado, no cabe duda, de tantos años de poder hegemónico y arbitrario en ciertos países de América Latina. El Paraguay no fue una excepción. Duda, timidez, falta de coraje cívico. Sin democracia hay imposición, autoritarismo, ausencia de libertades, y tarde o temprano, totalitarismo. Sin democracia, finalmente, la idea de persona, como ser absolutamente valioso y digno, el verdadero fundamento como régimen político, se pierde, desfigura.
La democracia es un régimen político, el signo político de nuestro tiempo. Y como tal, como signo, positivo, y abierto, apunta a la capacidad de persuasión de los seres humanos. Democracia se legitima en la medida en que propone, persuasiva, y argumentativamente, forma de convivencia, legislaciones y políticas públicas. Y aun así, debe reconocerse, su consolidación y madurez es una cuestión difícil, larga, fatigosa. Parecería que el camino democrático, o el proceso de democratización, no tienen fin. Su punto de llegada, si de tal pudiera hablarse – la democracia es un medio más que un fin – se esfuma en el horizonte como el agua se filtra en el entretejido de paja una canasta de frutas.
En los años de la efervescencia democrática, un tiempo de reconstrucción política y económica en los años primeros de la reconstrucción europea luego de la Segunda Guerra Mundial, el francés Jacques Maritain lo bosquejo de una manera profética, de que “la tragedia de la democracia es que no ha llegado a ser plenamente una democracia. ” ¿Pero acaso existe eso de una democracia plena? Difícil de decirlo. Lo que sí podemos afirmar es cierta nivel de calidad democrática cuando el régimen político garantiza la paz y la estabilidad políticas. Eso y nada más. Hacia 1943, Hayek criticaba a los intelectuales – en medio de la guerra – que practican una suerte de quiromancia democrática: la ilusión de construir una suerte de utopía vía planeamiento democrático. Lo democrática generado por una persona con ejercicio limitado, sin iniciativa, de su capacidad de decidir.
Hoy dicha tragedia, o drama democrático, al camino de afianzamiento de la misma – a casi veinte años del siglo veintiuno – continúa. Parte de ese drama, hay que señalar, lo constituye el oscurecimiento de los significados de la democracia. Quien no sabe quién es no sabe a dónde va. Sea olvido o negación del contenido de la misma, sea por el exceso de atribuciones a los meros procedimientos; la democracia padece de polisemia. Y no es para menos. En una época de relativismo cultural y ético, la democracia no podría quedar inmune. Se ha convertido en uno de los conceptos políticos más manoseados aunque, paradójicamente más prestigiosos. Manoseado en su propia semántica pues cualquier sistema político o administrativo o, incluso, cualquier persona que quiera reclamar para sí misma bondad moral no tiene sino que invocar su nombre: de que se es “democrática” para que se le confiere cualidades cuasi-sobrenaturales.
Y así nos topamos con posturas o discursos “democráticos,” o bien, por ejemplo, una “universidad democrática,” e incluso, hasta “éticas y religiones democráticas.” El resto de las actitudes o instituciones, al no poseer dicho sello de lo democrático, se los enclaustra en el rincón de lo malo, lo perverso, lo detestable: el desván de lo autoritario. La inflación de los significados de la democracia está a la orden del día. A la democracia se le atribuye propiedades y atribuciones que no le corresponden. Lo democrático se ha convertido, entonces, en sinónimo de autoridad, valor inestimable, honor: es el equivalente del summum bonum que decían los escolásticos, la instancia última, la carga afectiva y moral del fin de los actos humanos. La democracia como fin en sí misma, un fin que como tal, cobijará y haría posible todos los demás bienes. En otras palabras: parafraseando a Hayek, la democracia como utopía.
¿Pero es hacer de la democracia una utopía nuestra pretensión?
De ninguna manera. Ni pretendió ser en su propuesta originaria. La democracia es un medio para lograr otros fines. No es eso. Es un régimen de gobierno político. Pero ese “apenas” no implica una disminución sino su humildad y grandeza. Nada más y nada menos. Por eso creo, ante tamaña exageración de sus posibilidades e ideologización del uso del concepto, un bosquejo, aunque sea mínimo, de lo que ella entraña es necesaria. ¿Cuáles serían, entonces, las notas de ese régimen político? En primer lugar, una cierta idea de cómo gobernar. La democracia aspira a dar una respuesta al quién o quiénes deben gobernar. La tan mencionada y alabada definición del presidente Lincoln de que la democracia es un sistema gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, no hace sino enfatizar precisamente ese aspecto. La democracia es una forma de convivencia que organiza al pueblo como sujeto de su destino político.
Pero hay un segundo aspecto, íntimamente relacionado con este. La democracia representa, en segundo lugar, a una forma de legitimación del poder. En una democracia el pueblo ejerce el poder y, ese poder, se pretende fundarlo en un consenso voluntario y legítimo pues, la democracia es el pueblo, surge del pueblo mismo. Democracia resulta, a la sazón, poco más o menos que sinónimo de legitimidad popular. Si el pueblo, y no el monarca o una oligarquía, es la fuente de justificación, entonces ese sujeto se convierte en garante del poder, ejerciendo de manera genuina. El origen del poder nace entonces del ciudadano, quien con su querer, su voluntad, confiere autoridad pero una autoridad que no implica necesariamente vía libre para cualquier tipo de conducta ciudadana. El régimen político democrático se justifica a sí mismo sólo en la medida en que confieran protección a la dignidad personal del ciudadano. De ahí que, la democracia admite una concepción de lo humano, una antropología y por lo mismo una moral, enganchada en la realidad de la persona y no solamente en reglas de procedimiento.
La democracia no equivale, y esta es una tendencia dentro de la mentalidad contemporánea: la de que la democracia para ser tal debe reducirse a ser un régimen político sólo formal o “procedimental.” Que el hablar de lo sustancial-ético, opinable y relativo, se haga público es una imposibilidad político, y una imposición jurídica. El régimen político es solo forma de bienes morales privados y, por lo mismo, debe atenerse a reglas, y no a contenidos, por lo menos a ciertos contenidos sustanciales sobre el bien moral.
¿Pero es esto posible o, ajustado a la realidad?
La democracia puede y de hecho es “rebosada” por un contenido de valores, sea esta proveniente de una filosofía de vida, una ideología, o bien de una serie de estimaciones de un signo u otro que forman parte de la experiencia y proyecto vital de los ciudadanos. De ahí que han existido y aún existen modos de vida diferentes como contenidos de regímenes democráticos; los de una democracia liberal o “burguesa,” o bien, los de una democracia conservadora, o tal vez de una democracia con contenido más “radical,” sin olvidar aquellas democracias participativas o ‘populares” y socialistas – la “bolivariana” en América Latina por ejemplo – y hasta la aún insistentes democracias con contenido cristiano o, como me gustaría llamarla, “personalista.”
Es así como lo de burgués o popular, o bien lo conservador o personalista, no está dado por el régimen político como tal de la democracia sino por el contenido del sujeto-pueblo y de los individuos que la conforman. El régimen democrático hace posible, mejor que otros, la expresión libre de esas formas de vida. Es de considerar posible o probable, que un pueblo como sujeto histórico, viva de una forma específica unos valores, y tradiciones. Pero justamente en ese “algo más” de valores y tradiciones radica, creo yo, la controversia: la de si los meros “procedimientos” de un régimen democrático son suficientes para configurar una forma de ser y vivir “democráticas.” Todo esto no hace sino provocar una pregunta, ¿sería un sistema que prefigure un contenido “neutro” al contenido público de la democracia realmente democrático?; ¿No estaría cortando, de antemano, los valores propios de los ciudadanos que son la fuente de la misma?
El problema no deja de ser menor. Si los ciudadanos son compelidos a dejar en sus casas su noción de bien moral , entonces podrían existir conductas “buenas,” moralmente hablando, que no serían “democráticas,” y viceversa; conductas licenciosas que lo serían. Es que si el bien moral no se funda en el querer de las mayorías – no son democráticas – entonces la moral – no utilitarista al menos – estaría tropezando de manera reiterada con lo democrático en ocasiones. De ahí la inasistencia de que el mero procedimiento no es suficiente y de que la democracia se constituya algo más que a un régimen político de reglas: que posible la expresión de una ética pública sin que eso signifique la expansión de la democracia a todos los rincones de la vida humana pretendiendo identificar lo democrático necesariamente con el bien, con lo bueno, con la felicidad de la vida humana.
La democracia supone cierta noción de realidad, del sujeto humano, y por lo mismo, debe tener cierto contenido moral. La moral no es cuestión de “partidos” ni de ideologías. Mi sugerencia es simplemente que una democracia no tenga un contenido ideológico “neutral duro” que permita la manipulación conforme a un lenguaje arbitrario y contrario al sentido común, a la condición humana de los ciudadanos. Si se reduce la democracia a un contenido ideológico “prefabricado” – rígido, cristalizado – se corre el riesgo de empobrecerse, y así, de ser sujeta de manipulación, y transformándose en un instrumento de exclusión y marginación.