El derecho al aborto: ¿y si volvemos a la realidad?

El escándalo súbito es muy común en la historia humana y lo es aún más en nuestro tiempo digitalizado en donde nuestra libertad se torna resbaladiza, quebrada, vertiginosa. Queremos atrapar el tiempo y controlar la realidad, pues, la misma se torna espantosa. El día a día se torna un obstáculo –de ahí escándalo– a nuestra percepción real de las cosas. La misma realidad y su conocimiento es cuestionada, pues se afirma que, después de todo, la verdad de esa realidad no es sino una “construcción” del lenguaje y por lo mismo, lo que es real varía tanto como el clima donde la temperatura, los vientos o la presión solo permiten una predicción probable y por breve tiempo.

Pero a mí me resulta que ese sentimiento de alboroto y rabia moral, en vez de ser consecuencia, me remite a sus raíces y ahí, veo –con los ojos de la carne y la inteligencia– gran parte del origen de lo que ocurre. Por eso, me temo que nuestra preocupación –eso de ocuparnos previamente– ya no tiene mucho sentido.

¿A cuál escándalo me refiero? A la reacción de cientos de ciudadanos acerca de los videos publicados en los Estados Unidos, donde aparentemente, bebés y sus órganos, son negociados, ofrecidos por la compañía internacional Planned Parenhood a potenciales clientes en un lúgubre convenio. La crítica y la protesta de muchos, se debe enfatizar, radica más en el comercio de los órganos –acto ilegal– y no en el hecho mismo de la legalización del aborto que como tal tiene protección constitucional, pues la mujer “tiene derecho a decidir”. Es por eso por lo que, el acto como tal, de permitirse una investigación –por el momento bloqueada políticamente– puede arrojar luces por una violación legal. Pero, me pregunto, ¿es ese realmente el problema? ¿O acaso esa realidad sórdida no está mostrando algo que, hace mucho tiempo, es materia cotidiana y compartida incluso para aquellos espantados por este escándalo?

Por muchos años, los argumentos que han justificado el derecho a decidir, han hablado no solo de la realidad del feto como ser vivo sin llegar a ser persona, pues, para serlo, debería “razonar”. Habría personas y seres vivos pero también seres vivos, –aun no personas– como hemos leído por décadas en manuales introductorios de ética. Lo que dejaría fuera de ser personas a centenares de enfermos mentales. Pero ha habido más. Se ha incluso justificado el caso en que aún cuando se lo considere persona al ser vivo, la mujer tendría derecho a decidir y defender su cuerpo contra esos “intrusos” –como argumentara hace más de cuarenta años la filósofa Judith Jarvis Thomson–. ¿Por qué sorprenderse si esta “construcción” de la realidad del bebé no-nacido-como intruso– a través del lenguaje, ha fructificado en llamarlo hoy “espécimen”, “tejido fetal”, “feto”?

El filósofo Nietzsche nos advertía a principios del siglo veinte a todos –pero especialmente a los cristianos– que son las palabras más quedas las que desatan la tempestad. Y que la misma se estaba desatando. La tempestad de que la realidad es la creada por el sujeto, es el lenguaje el creador del ser de las cosas. Hoy, esas palabras quietas y que apenas fueron oídas en aquel tiempo debido al barullo de nuestras vidas, ya han formado mares de incertidumbre y confusión. Hoy tiene una generosa prole intelectual y sobre todo, un público afectivo y sentimental, y lo que es más trágico, tienen casi todo el poder.

Hoy, esa filosofía que confiere realidad a aquello que uno “quiere” y “como quiere”, “siente o no siente”; lo que cada uno piensa en su intimidad sentimental (¡es que quién crees que sos vos para sentir lo que yo siento por el aborto!), se ha hecho ideología planetaria, una ideología casi sin fisuras, dura, insensible, incontenible. Por eso, solo el toparse con la realidad como en el caso de comercialización de “especímenes” nos despierta, pero solo a un activismo que –perdóneme que insista de nuevo con el “Zaratustra” de Nietzsche– se olvida que “son los pensamientos que vienen con suavidad de paloma los que gobiernan al mundo” y que a los mismos habría que proponer alguna “cura”.

La mía tiene más de dos mil años. La propuesta es tediosa y lenta. Volver a rescatar la razón y el lenguaje y la realidad enjauladas en la ideología. Volver a una filosofía que reconozca (no sea creadora) la realidad para superar fundamentalismos religiosos y secularistas. Nuestra inconsistencia es llamativa: mientras se protesta por la crisis, se desalienta subrepticiamente, de ejemplo y de palabra, a los hijos y nuevas generaciones que lo que se debe estudiar es algo “útil” y no filosofía. Se debe reconocer que los cristianos, muchos de nosotros –pues basta mirar el panorama devastador y desolador del estado de la razón y la fe en universidades católicas que son las que conozco– hemos sido cortesanos de esa “cultura” del sentirse bien y del intimismo religioso. Vivimos un mundo más allá de la razón, donde dos más dos puede ser cinco –si uno lo “siente” así–; ¿no sería entonces mala idea “retirarse” a pensar seriamente para recuperar la razón?

Publicado en La Nacion