Por qué la filosofía importa para la democracia

philsophyLa respuesta es obvia. Por la propia tendencia humana a la imposición, al deseo irrefrenable de querer que los otros hagan nuestra voluntad. Por el deseo de hacer de la democracia un ídolo. Como si toda la realidad se redujera a la misma. Y eso se traduce hoy –pero también desde siempre como nos mostró Aristóteles– en formas de regímenes políticos en donde, desde las mayorías o desde el Estado, se trata de imponer una voluntad ilimitada al resto de la población.

Así, la democracia se desborda, invadiendo todas las actividades humanas. Eso es, precisamente, lo que es un ídolo: el fetiche que pretende ser la medida de todas las cosas. Y así surge la crisis actual, la de las democracias liberales, que nos hacen creer que la decadencia actual es debida a una poca profundización democrática. Que la crisis de la democracia se cura con más democracia, como si la misma fuera un dios.

La filosofía hoy importa, y más que nunca, para destotalizar esa ilusión. Es que cuando el ser humano pretende reducir el significado de todo a un aspecto de la misma, termina en la violencia. ¿O acaso no es eso lo que ocurre a nuestro alrededor? Por eso yo quiero rescatar la primacía de la filosofía sobre la democracia, del pensar sobre el hacer, de la propuesta razonada por sobre el actuar febril; de los valores sobre lo meramente útil.

¿Cómo empezar la tarea? Por nuestras preguntas, las de la vida y la muerte, la justicia y la libertad –interrogantes propiamente filosóficas– nacidas en nuestra historia, embebidas en nuestra tradición. Empecemos por nosotros mismos, escudriñando nuestro vivir. El universo, la muerte, el dolor, el mal, las injusticias; ¿qué sentido tienen? Esas preguntas no son un mero ejercicio intelectual, ajenas a nuestros deseos políticos. Por eso nuestra experiencia humana es la ruta privilegiada y, además, la más rica, de acceso al bien común. De eso se trata: examinarnos a nosotros mismos. La filosofía no es una suerte de aguafiestas de la vida, sino todo lo contrario. Es la forma de hacernos presente lo que son las cosas, aunque de manera tenue, sutil. La filosofía tiene que ver con la felicidad humana, tiene que ver con la política.

Nada más ajeno a la filosofía que un pensar “puro,” divorciado de la experiencia social humana, infiel a la vida. Vivir y luego filosofar –como se ha expresado desde antiguo– se convierte así en un modo de aprendizaje. Lo que nos arrastra a una problemática aparentemente contradictoria. Es que si todos somos filósofos en tanto que hacemos preguntas como seres humanos, ¿cómo es posible decir que la filosofía también se aprende? Esto no supone una voltereta intelectual, sino algo más simple, más llano: lo que se aprende es un método, un modo de educarse, de dirigir las preguntas y en ese sentido existe una educación de la razón. Ese es el diálogo, el encuentro con aquellos otros que han hablado antes y que aún hoy mantienen abierta la conversación.

Allí residen los valores, las verdades, los principios, en suma, esa herencia de sabiduría pasada que ha sido legada, comunicada de mano en mano, desde esos “muertos” –de Platón a Habermas– que aún sacuden nuestra conciencia. Ese es el sentido de lo “republicano”, de esa capacidad humana de autorreflexión como paso previo para autogobernarnos. Por eso, insisto, intelectualmente, hasta el cansancio: solo un republicanismo vivo puede redimir, limitando, a la democracia. Ese es, creo, el camino más seguro para evitar el avance, casi irresistible en nuestros días, de una idea de la democracia como valor absoluto, olvidando la tradición republicana que no solo defiende las mayorías, sino que permite el respeto a las minorías, y que florece en una conversación plural, admitiendo el valor del otro como un bien, y no solo de aquellos que detentan el poder.

No me hago muchas ilusiones, debo confesar, de mi propuesta. Es que no solo la filosofía parece olvidada y casi ya no forma parte de nuestra cultura y de la memoria de las nuevas generaciones, sino que, cada uno de nosotros, todos las días, parece descender –en el sentido de Platón– a la caverna de nuestras vidas, pretendiendo que las sombras de la desinformación, la propaganda y las ideologías, sean la verdadera luz. No obstante, guardo la esperanza: el que cada mañana despertemos y miremos al ser de la realidad más allá, de lo que se nos dice, se nos cuenta, se nos impone. Una mirada, en fin, humana, que no crea que la felicidad está en la caverna de la democracia sin más. Que hay algo inconmensurable en nosotros que no se puede medir por lo democrático. Por eso la filosofía debe prevalecer sobre democracia, erigir una razón no sofocada por lo político. Y hoy es más urgente que nunca pues, al decir de Pascal , “la verdad está tan obnubilada en este tiempo y la mentira está tan asentada, que, a menos de amar la verdad, ya no es posible conocerla”. El resto es una ilusión.

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