DEMOCRACIA SIN PESO
La baja calidad de nuestra democracia se nota, es visible. Y lo digo fundamentalmente por la falta de responsabilidad de los actores políticos. Nadie, especialmente los políticos, (no) responden por sus conductas. Eso genera una sensación de indefensión, más realidad que sensación, pues instala el principio -falso- de que cualquier conducta vale lo mismo. Así, acciones lesivas a los intereses nacionales, que en un momento se juzgaron merecedoras de juicio político, en menos de unas horas, se revierten y se justifican como que no ha pasado nada. Es cómo el que intenta robar o defraudar por millones y es descubierto en el intento. Le basta pedir disculpas y prometer que no lo va a hacer más y todo se acaba. Absurdo. Injusto. Anti-democrático.
Eso indica un no darse cuenta de qué significa vivir en democracia. Y esto es un problema, pues la frustración de gobernados por esta actitud, se torna drástica, violenta, en su lenguaje o gestos que, no hace sino mostrar, su baja calidad. ¿Y qué más podrían hacer?, cómo dicen muchos. Cuando un “producto” se nos vende prometiendo ciertos bienes pero a la postre no nos sirve (o se nos miente) sólo queda su devolución, o bien, si a nuestro reclamo nadie atiende, se justifica el insulto. Y de ahí, el deseo de la fuerza es, siguiendo a los clásicos, algo muy humano. A la democracia le puede suceder fácilmente una tiranía. Pero eso exige cierto rodeo, aclaración.
La tragedia de la convivencia política ha sido, desde siempre, la tentación a la tiranía. Y ha sido tal, una tragedia, pues de implementarse, nadie sale ganando. O lo que sería más exacto: ganan algunos por cierto tiempo, hasta que los otros, recuperados y con más fuerza, conspiran y derrotan a los primeros. Por eso, desde los inicios, se ha propuesto atemperar esas pasiones, sea por la vía institucional, sea por auto-control de los individuos. En cualquier caso, lo que se ha tratado es frenar las ambiciones desbocadas de los políticos, de los representantes del pueblo, de los desmanes del pueblo mismo. En una palabra, se ha propuesto que, una democracia, para no derivar en tiranía, exige responsabilidad, supone eliminar la impunidad.
El lector atento puede ver esto en los textos clásicos de filosofía política, de Platón a Popper. Siempre es lo mismo. La condición humana no cambia. No somos ángeles ni bestias. Somos seres humanos con tentación a imponer nuestra voluntad a otros. Y los otros a nosotros. ¿Qué es más humano que eso? Por eso, insisto, a la tiranía se la relacionaba (y yo aún lo hago) con la democracia. Esta puede llevar a aquella, fácilmente, cuando la responsabilidad se borra de la conducta. Convengamos, y esto lo recalca Platón desde el inicio, y Churchill en nuestro tiempo, que la democracia no es “perfecta”. No es la cúspide del norte político sino algo más humilde: es el lugar donde se es libre y donde todos podemos disponer de nuestra libertad. Y en ese goce, elegir nuestro proyecto de vida. Hasta ahí, según se lee, todo va bien.
Pero la tragedia surge cuando nuestra libertad no tiene límites, ni institucionales (acaso solo en el papel), ni en la realidad (donde se actúa con indiferencia moral) y donde la palabra no tiene peso, es vacía, hueca (¿caiga quien caiga?). Es una democracia lite sin peso, sin sustancia, sin calidad, donde nada es seguro. Vacía. Y cómo tal, solo podrá “crecer” dando tumbos y moldeada desde lucha de intereses ajenos a lo propiamente populares. Sería, como lo escribí recientemente, una democracia adolescente. Es la democracia paraguaya de hoy: los que gobiernan (y hablo de los tres poderes constitucionales o algunos fácticos) no se hacen responsables de sus actos. Peor, buscan zafarse, justificarse, mienten, profiriendo promesas vacías. En una palabra, se ha olvidado, o tal vez, nunca se ha entendido que una democracia es, o debe ser, republicana para ser tal. Si la democracia es antitotalitaria es porque la libertad tiene límites, los institucionales – la regla de la ley, y el de los ciudadanos: el autogobierno de los mismos. En Paraguay lo primero es débil, dubitativo, selectivo. Se aplica la ley como le recomiendan la sal al hipertenso: esporádicamente. Del autogobierno, no hablemos: con más de un puñado de dólares se puede acceder a bancas, con intereses malhabidos uno se hace líder partidario. ¿Cómo pretender entonces que los individuos se autogobiernen cuando todo es apetito, intereses?
Me llamaran soñador, filósofo en las nubes. Tal vez. Pero en esto no creo equivocarme. Si se pretende construir una democracia estable, con vigencia de derechos humanos, igualdad ante la ley, responsabilidad y publicidad de actos de gobierno, acceso a la función pública sin otra condición que la idoneidad, sin el “chequeo y control” de la ley y la responsabilidad y autogobierno moral de los ciudadanos, se está buscando lo imposible. Ese es, justamente, un sueño fantasioso de adolescentes. Lo más probable es que esa democracia sin peso, sin gravitas, dé lugar a un populista-autoritario que ponga orden. Es todo cuestión de tiempo. Pero hay salida. Así cómo una democracia lite puede devenir en un populismo-autoritario, también es cierto que la plenitud de una democracia auténtica, republicana, se puede construir con educación cívica y ciudadana. Esto lleva tiempo, paciencia. Tal vez, esta crisis puede acicatear la conciencia de esta generación, de esa necesidad. Al final, la falta de calidad en la democracia no es fatal: puede revertirse.