El Brexit o la venganza de la postmodernidad
Es más que llamativo y sugerente lo que está ocurriendo. La cultura, esa forma de vivir hecha de hábitos y estilos de ser ciudadano, está minando las estructuras políticas y jurídicas. Esa cultura le está diciendo a la “superestructura” normativa -para decirlo en términos jurídicos- que no le “representa”.
Que la gran narrativa o el gran relato de los últimos cincuenta años, de hacer crecer una integración jurídica, política, administrativa, y judicial, en Europa, daba la espalda a las pequeñas historias de sus pueblos.
Me explico: la Unión Europea ha sido la culminación de la modernidad ilustrada, la ecumene racional y racionalista, que, a través de la política y jurídica, integraba y controlaba la realidad de una miríada de pueblos diferentes, de manera ordenada hacia el progreso.
Pero hay más. La Unión Europea superaría el concepto de estado-nación, que se ha dicho, ha sido el lugar de conflictos, y movidos hacia el estado-continente, donde la integración y los intereses comunes haría, tarde o temprano, desaparecer las rivalidades nacionales. La Unión Europea representaría así a la razón, el orden, la disciplina jurídica, la previsión política.
El sueño de los iluministas civilizatorios desde siempre. La incertidumbre y miedos al futuro del ciudadano “civilizado” se solucionan, en el ámbito de la praxis política, con una buena planificación, esta vez desde Bruselas. La política, como lugar de la dialéctica de lo histórico, dejaría paso -habida cuenta su inseguridad- a la certidumbre del Estado-paternal integrador.
Y vino la ruptura: el Brexit. La venganza de la realidad, la “pequeña” historia británica contra la imposición del “gran relato” integrador de Bruselas. Es el argumento político: la Unión Europea posee un “déficit” de democracia, pues las decisiones son tomadas por burócratas que, no solo desconocen la realidad, sino que no son responsables de las decisiones que toman.
Es una élite que decide sin saber, ignorando la tradición de un pueblo hasta en los detalles mínimos, por ejemplo, como dijo un político deslenguado, el tamaño de un preservativo. Imagine el lector lo que este argumento político de soberanía significa en una nación, como Gran Bretaña, tan amante y fiel a su historia parlamentaria de más de mil años. Insisto: el argumento político ocupa el centro del Brexit: nosotros, dicen estos ingleses, queremos ser nosotros mismos y autogobernarnos.
El Brexit no fue motivado, prioritariamente hablando, por una cuestión económica. Aunque, esa fue la mejor articulación de los “europeístas”: integración significa fortaleza y centralización económica, fortaleza en los mercados y, fuerzas negociadoras en el libre comercio. Pero, la debilidad de este relato es, justamente, su materialismo: los ciudadanos primero aman a su nación, luego ven cómo van a comer. La pertenencia afectiva, precede el orden económico.
En el campo social, esta tendencia discurre paralela con una actitud de sospecha ante la necesidad de las construcciones económico-sociales. Esta sospecha anti-Unión Europea no sería reprochable si no fuera porque va acompañada de una disminución al humanismo cristiano europeo tradicional: la cooperación, la participación y la solidaridad con los refugiados.
No obstante, ese reproche no tiene patas largas, pues, a lo largo de los últimos veinte años, la Unión Europea, con el control del día a día de las operaciones de control cultural, ha desparramado en los países de la unión una ola de secularismo obligado que ha borrado el origen Católico y cristiano del continente. Los valores culturales y las identidades, para usar su lenguaje acostumbrado, han devenido en plurales, variadas, dinámicas.
Nada es permanente, y todo se ha cambiado desde el aparato centralizador de Bruselas: el matrimonio, la familia, los hijos, los crucifijos en las escuelas, el derecho a la vida. Es el caso extremo de las construcciones sistemáticas y la universalidad obligada, que caracteriza a buena parte de la modernidad ilustrada. Es la imposición de una cultura vía burocracia de lo que el historiador uruguayo Methol Ferré, llamaba: el ateísmo libertino.
¿Qué nos queda entonces? Volver a las raíces. Se debe recordar que la Unión Europea fue fruto de la visión de tres políticos, Robert Schuman, Alcides de Gásperi, y Konrad Adenauer, quienes, en los años de la post Segunda Guerra mundial, se integraban para evitar otra guerra y enfrentar la brutalidad de Stalin.
Pero su integración suponía cierta integración económica y política amamantada en la tradición cristiana y democrática, que salvaguardaba lo más rico que tiene el pensamiento social de la Iglesia: el principio de subsidiariedad; esto es, el que las decisiones se lleven a cabo en los niveles más cercanos a la comunidad, y no en los cuerpos distantes e impersonales de burócratas.
Pero, lo de subsidiariedad solo se conocerá en un pueblo que tiene conciencia de su fe histórica. Estos Padres de Europa eran ya posmodernos, siendo cristianos. Por eso, creo, el camino no es nacionalismo político de los del Brexit ni el económico y de ingeniería social de los ‘europeístas” sino una nueva evangelización como nos había advertido ese Papa europeísta y universal – católico- Karol Wojtyla: no es el ateísmo libertino el camino que integra sino el de la santidad.
http://www.lanacion.com.py/2016/06/30/el-brexit-o-la-venganza-de-la-postmodernidad/