El cristiano y la tentacion del poder

El Paraguay se encuentra en un momento de definiciones. La cercanía de las presidenciales hace que la preocupación ciudadana sea fundamentalmente política. Pero para los cristianos en general y los católicos en particular, la situación parecería complicarse. ¿Razones? La posibilidcristianos-y-el-poderad de la candidatura de Monseñor Fernando Lugo a la presidencia de la República. O por lo menos, su liderazgo en un vasto movimiento de concertación política de la gran mayoría del pueblo contra hegemonía del Partido Colorado. ¿Qué actitud se debería tomar? Yo sugeriría que, antes de contestar a dicha pregunta, la misma debe valorarse a la luz de la tradición de la Iglesia prestando, sobre todo, una mirada atenta a las enseñanzas del Concilio Vaticano II ¿Cuál es el lugar de la política en la vida del cristiano? Y conforme a ello, ¿qué juicio se podría intentar en esta coyuntura?

Analizemos la primera pregunta, la del lugar de la política en la vida del cristiano. El documento Lumen Gentium del Vaticano II es claro al respecto: la tarea política como tal es privativa de los laicos. Aquello partidario, de movimientos y lucha por el poder del estado es un llamado específico que corresponde a los que se encuentran “en el mundo.” Lo secular, los asuntos temporales corresponde, entonces a los fieles laicos. Nótese que los asuntos temporales que se refiere el documento abarca una serie de asuntos que, parecerían, por su naturaleza no políticos tales como los bienes de la familia, la cultura, la economía, el arte, las actividades profesionales, las relaciones internacionales y otras cosas parecidas. Dentro de dichas actividades, por supuesto, se señala “la organización de la comunidad política” pero la misma parecería ser solo una entre varias.

¿Qué significa esto? Refiere a lo siguiente: la política como comúnmente se la entiende, el arte y la ciencia del bien común – con todos sus “ingredientes” propios como el poder, el estado, la fuerza, presiones, influencias, – etc es sólo un aspecto de la realidad temporal del cristiano laico. Ciertamente, la política es la forma de ordenar y transformar realidades temporales pero es sólo eso. Pero con ser sólo eso, no sugiero que es algo inferior o insignificante. Por el contrario, el arte de la política, el de ordenar y conciliar intereses hacia el bien de todos, es fundamental para la vida social. Es parte de su compromiso, el inicio y proceso de un aspecto clave – usando una palabra hace tiempo en boga – de su liberación. Política exige conocimiento, arte, experiencia, tiempo, y sobre todo pasión por los demás.

Pero ese quehacer de la política no es todo. Antes del ordenamiento de la política, el cristiano debe construir su persona, familia, atender su educación, incluso su comunidad. El ser humano rebasa, es más que la política. La política ayuda al cambio pero no genera de por sí un cambio. Es que si no existe un sujeto o comunidad social vibrante y autoconsciente de su fe previa al ordenamiento político, el mismo será inútil, construirá sobre arena. Por eso la política, en el espíritu profético de Vaticano II no es todo: el ser humano es antes, la comunidad y la cultura también. Así, solo hay humanidad cambiada cuando existe un centro totalizante – Cristo – que sirve de sustento para la organización de la política: los momentos, si se quiere, y las dimensiones son distintas.

Esto ayuda a contestar la primera pregunta: el lugar de la política para el cristiano no abarca la totalidad de su persona; repetimos, la dimensión de una comunidad, de una experiencia de fe autoconsciente de su lugar histórico debe preceder. Pero se preguntará el lector: ¿por qué esperar a que eso ocurra? ¿Acaso no se puede cambiar desde la política misma, desde el poder, para así generar una comunidad o comunidades justas y cristianas? Contestaría con una expresión del filósofo católico Jacques Maritain:“una revolución que no cambia los corazones solo blanquería sepulcros.’ Esta expresión de resonancias bíblicas es más que ilustrativa. Y ha probado ser sabia, profética. Permítaseme un breve excursus de historia reciente. Cuando en 1989 caía la oprobiosa dictadura de Stroessner muchos laicos tratamos de comprometernos, unos más, otros menos, en la política activa. La razón era noble y justa: tratar de construir una democracia digna desde arriba. A quince años de aquello, la desesperanza y corrupción, el nihilismo larvado y los rebrotes autoritarios han ahogado todo intento de buena fe. Parecería que aquel intento no fue sino una trama en donde solo se ha tejido sin hilo. Y lo que es más triste; en el proceso más de un idealista fue devorado por la vorágine de la maquinaria partidaria, activista y politicista. Parafraseando a Maritain, la revolución del 89 – lastimosamente, en demasiados casos, solo ha servido para blanquear sepulcros.

Es más que razonable entonces que el pueblo, en vista a dicha frustración, desee una sociedad mejor, y mire al liderazgo de Monseñor Lugo como última alternativa contra la permanente cadena de promesas incumplidas de los desgobiernos de la “transición.” Así muchos católicos parecen entusiasmados, otros esgrimen cuestiones canónicas que harían inviable su candidatura. Pero su figura, innegablemente, es convocante, con carisma, con tradición de trabajo.

Pero más allá de todas esas razones que pueden ser muy legítimas – y de hecho lo son – la pregunta que deberíamos hacernos es si no estaríamos nuevamente proponiendo una solución a la agonías de nuestro país que sería estrictamente política ¿no estaríamos condenandonos  de nuevo a repetir la historia? ¿No estaremos desatentos nuevamente a ver, particularmente los laicos, de que existe un antes, un momento educativo del sujeto previo y fundante a toda política? Esa fue, precisamente, la ilusión ideológica – de que se podía hacer política sin renovar los corazones, sin crear un sujeto, una cultura auténticamente cristiana que le sirva de soporte y de inspiración primero – en que nos ilusionamos, engañandonos una vez. Si no existe un laico capaz de ser una figura convocante, ¿de dónde se espera que las buenas intenciones de un obispo como líder político traiga la solución si aún no existe un sujeto – comunidad – que haga posible el ordenamiento que genere una política cristiana? ¿Es que acaso ya tenemos ese sujeto ese “capital social”?

Reparemos en que fácilmente se puede caer en un momento de desesperación – comprensible desde luego – en el error que tantas veces denunciamos; el de creer que el poder hace la historia; de que al fin de la jornada, el protagonista del cambio o bien es un político o bien alguien que debe liderar como tal; de que el hacer de las cosas políticas tiene primacía sobre el ser, del que la tecnología o la ciencia suplirán la comunión y gratuidad humanas. ¿Suena romántico, irreal? Todo lo contrario: ésa es la postura realista, la otra, la del poder es precisamente la que padecemos. El protagonista de la historia es el mendigo, es la fuerza del pordiosero que nos hablaba Leon Bloy, la valentía de personas que deciden en comunión iniciar el cambio cultural que últimamente llevará a la auténtica liberación. Es el “protagonismo” de la oración y el trabajo. Esa ha sido la postura que sugirió el Papa Ratzinger – y que poca atención se le ha dado, más aun entre católicos – al inicio de su pontificado: el de reproponer la figura del padre de Europa, San Benito. Esa es, finalmente, la postura que querríamos de nuestros pastores, más que un liderazgo “tentado” por el poder; una postura de reconocimiento de Cristo como inicio de una nueva vida, inicios que, históricamente más tarde, generará el sujeto fundacional que darán los cimientos a una nueva república, a una nueva patria fraterna, la patria que soñamos.

El Observador, Diciembre, 2007.