IGLESIA Y DEMOCRACIA

Más de un memorioso recordará aquella frase memorable del Papa Wojtyla al dictador Stroessner en el Palacio de López: no se puede arrinconar a la Iglesia en los templos como tampoco a Dios en la conciencia de los hombres. La fe tiene una presencia pública. Los cristianos son también ciudadanos. Mucho tiempo ha pasado de aquellas palabras. Pero los malentendidos, o tal vez, entendidas pero rechazadas palabras continúan: se pretende que la fe, y lo que ella implica, se mantenga en la privacidad de la persona. Contra esta pretensión, el arzobispo de Asunción, se pronunció en Caacupé el pasado domingo: “La Iglesia –dijo entre otras cosas– afirmará aún en medio de persecuciones la verdad sobre la vida, la dignidad humana, su destino a la felicidad y su desarrollo histórico y trascendente”.

Existe un prejuicio extendido: el de que ciertas propuestas morales defendidas por la Iglesia, en una sociedad democrática, no son legítimas como realidad pública. Detrás de todo, esta deslegitimación anida la convicción de que la Iglesia –sobre todo en asuntos de sexualidad humana– es incompatible con un régimen democrático liberal, pues ello implicaría, se insiste, imponer una moral “absolutista”  al resto de la sociedad. Y hay más. Lo de que  no son “realistas”, pues se fundarían en fuentes “no-racionales” o “dogmáticas” y, por tanto, sus conclusiones serían sólo factibles en un mundo ideal, no el de todos los días.

Dos puntos son importantes de resaltar aquí. El primero es que la propuesta de la Iglesia, afirma a la persona como tal, la cual no está separada de la sociedad. Los cristianos viven con otros en el mundo, en la familia o en grupos. El hecho de ser seres sociales, es previo a la individualidad de cada uno. De ahí que la moral que se propone no es “individual” para cada uno de manera privada, sino personal, es decir, una que abraza a uno mismo y a terceros. Es comunitaria. El ser humano no posee una humanidad “esquizofrénica”, en donde vive ciertos valores de manera privada y otros en el ámbito público.

La moral cristiana está enraizada en el modo natural de ser de todos. En la naturaleza social de las personas. Pero hay otro aspecto importante. Un segundo punto importante de recalcar es que la moral laicista, o la de aquellos que no quieren que la Iglesia abra la boca, no son necesariamente tolerantes. ¿O acaso la moral laicista, la del aborto, no se impone al resto de la sociedad como permisividad legal? Lo que no se puede objetar como principio, pues, en una democracia plural, alguien impone algo a alguien. Pero si esto es así, ¿por qué se trata de relegar entonces solamente la moral propuesta por la Iglesia a lo “privado”?

Esto nos retorna a la cuestión inicial. ¿Es posible una compatibilidad entre lo cristiano y un régimen democrático liberal? Ciertamente que sí y aún más. La Iglesia, con su propuesta fundada en el valor de la dignidad de la persona, salva a la democracia de las propias tentaciones deshumanizantes de la  ideología. Eso era lo que Wojtyla indicaba precisamente a los paraguayos hace casi tres décadas.. De que si se arrincona a Dios en la conciencia de los hombres, la democracia se torna vacía –menos democrática– deslizándose lentamente en el sopor de la pasividad, la desgana, hacia un totalitarismo “blando”.