La enfermedad de nuestro tiempo: “el siento, luego existo”

Hay una sensación de inestabilidad, real y no imaginaria, en el orden político americano-europeo: el terrorismo, las dislocaciones económico financieras, la crisis de los refugiados, están provocando una serie de efectos que no se experimentaban desde el colapso del comunismo en 1989. Parecería que el tablero se desmorona y nadie sabe, a ciencia cierta, cuál debería ser la siguiente movida.

¿Es el fin de la historia? Qué va, nada de eso. Es sí un cambio histórico de tales proporciones que, de continuar este proceso, habría que pedir permiso y disculpas, no solo para hablar, sino vivir como ser humano. Solo a un aspecto me quiero referir hoy, esto es, el tema de los derechos humanos.

O más concretamente, cómo se “ven” hoy algunos de esos derechos subjetivos que, en 1948, fueron consagrados en la Declaración de San Francisco. Y cuando digo se “ven”, no digo que así se deben ver, sino como el populismo y la democracia liberal “de deseos” los ve. Ambas coinciden por lo menos en dos cosas: en que los derechos han dejado de tener un fundamento “natural” y en que la política no es más cuestión de bien común, sino de poder. El derecho no es más que la envoltura que legitima al anterior.

Basta mencionar el artículo 1 de la declaración, de que “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”; o el artículo 5, de que nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes; como también, el artículo 16, que refiere a la familia como “el elemento natural de la sociedad y tiene derecho a la protección del Estado”. Y hay más, pero como muestra es suficiente.

La inferencia es clara: la dignidad no es conferida por la ley o el Estado, viene de “antes”. Por eso, el maltrato degrada ese sentido sagrado de la persona. La familia no es familia porque el Estado lo diga: es anterior, es natural como dice la declaración.

Cualquier persona sensata podrá ver en ese reconocimiento la herencia multisecular de la tradición judeo-cristiana que, luego de la guerra y lo inaudito del Holocausto, ponían de esta manera un freno al poder total del Estado.

En el 2016, todos estos artículos, a través de sucesivas legislaciones e interpretaciones, han sido deconstruidos. Y lo que es más trágico, es la propia institución donde nace la Declaración, las Naciones Unidas, la que en muchas ocasiones propicia esa disolución de la realidad de las cosas. Volviendo al tema de los derechos humanos, con su consagración de la dignidad que mencionamos.

Hoy ya no se habla de “reconocimiento” de algo anterior natural que se consagra, sino más bien se habla de los individuos autónomos que, por tener capacidad intelectual para decidir, dicen cuándo uno es persona y cuándo no.

Me explico: un niño por nacer no poseería “autonomía”, no tendría capacidad, y por lo tanto no sería persona. Y al no tener autonomía, tampoco tiene intereses, y si el interés es lo que genera derechos, entonces no posee derechos.

Lo mismo se podría decir de la familia “natural”. Solo existirían “familias” en plural pero nada tendrían de natural, sino simplemente serían acuerdos en base a la autonomía de los individuos. Como tampoco existiría nada “sagrado” en la vida humana que impida su degradación, o el uso de la crueldad cuando estos sujetos hayan sido violentos. Nada de eso. Lo único que vale es lo útil, no la dignidad anterior de los mismos.

No debe extrañar entonces que la senadora Hillary Clinton cuando fuera preguntada sobre el derecho de los no nacidos dijo que los mismos no están protegidos por la constitución.

Y entonces, ¿por qué extrañarse cuando organizaciones internacionales propugnan al aborto como “derecho humano”? Ni menos debería sorprender que el populista Donald Trump prohibiera la entrada al país a “musulmanes”, sin verlos como personas, o propusiera la reintroducción de torturas y tratos inhumanos para supuestos terroristas. Derecho humano, ¿de quien? De la madre que es “autónoma” o del Estado, que dice que es lo útil o que no.

Hoy el ser humano parece haber dejado de ser un animal racional como hubiera querido Aristóteles, o un ser pensante al decir de Descartes. Hoy es un ser irracional, sentimental, caprichoso, un ser que no cree que exista nada real, sino que él lo define todo: las familias son muchas cosas, las personas también; o el Estado, o la democracia o el gobierno.

Como verá el lector, ya no es más cuestión de izquierda y derecha, ni tampoco de países desarrollados o no: todo se ha infectado de caprichos, emociones y deseos de una posmodernidad irracional que margina, insulta y excluye de toda conversación al que invoque un mínimo de referencia trascendente: de que el ser humano fue creado por Dios y solo es administrador de los bienes humanos.

Publicado en La Nacion; http://www.lanacion.com.py/2016/07/14/la-enfermedad-de-nuestro-tiempo-el-siento-luego-existo/