Los derechos invisibles: el del no-nacido

Es mejor profesor -me dijo recientemente un alumno- que los padres donen los órganos para que otros se beneficien. Después de todo –agregó– ellos como padres, se sacrifican así y ayudan a otros. La preocupación de mi alumno era sincera. El caso que debatimos parecía fácil: el de un niño anencefálico con, posiblemente, pocas semanas de vida, que era mejor “dejarlo ir” –vía “muerte dulce” o eutanasia–, pues, “se va a morir de cualquier manera”.  Y sería mejor –de ahí la respuesta dada–“utilizarlo” para otro fin mejor; utilización que sería un “sacrificio” de parte de los padres.

Pero, ¿qué es, entonces, “eso” que hace que un ser humano sea humano? ¿El cerebro y una racionalidad activa, despierta? ¿El estar alerta, poder actuar? Todo parecería lógico y coherente, pero -proseguí- si no se reúne esa autoconciencia, ¿no se tendría derechos? Ante el silencio que siguió, que presagiaba una tormenta de dudas y preguntas, concluí: lo de sacrificarse por otro cuando no se sabe o se asegura que el “otro” se puede “usar” para bien de otros porque carece de cerebro o parte de él y vivirá solo unos días, sería problemático. Entonces, ¿qué sería ese niño, o qué sería un paciente en coma, o un embrión, o tal vez, un feto? Si persona supone autoconciencia y racionalidad, entonces habría seres humanos que no serían tales. Entre ellos, este niño anencefálico.

Lo que siguió fue un intercambio interesante y que creo, muestra que cuando  pensamos mal, por cualquier razón, se termina en el error. Error que, tarde o temprano, nos lleva a justificaciones, o mejor, racionalizaciones lamentables. Y uno de esos lamentos, o tal vez sería mi lamento, es el pretender que nuestra dignidad de personas radica en las cualidades “intelectuales” que poseemos. Así,  solo aquellos seres humanos autoconscientes y racionales serían realmente personas; e incluirá, también en la lista a los animales-personascomo perros, delfines, elefantes y excluirá a miembros de la especie humana pero no personas, como este niño anencefálico o un feto.

Y aunque hay más, con ello es suficiente. Esto es lo que hace que tanto las nociones de persona como dignidad reciban hoy las más variopintas definiciones que, a postre, empantanan, más que ayudar al discurso político, y ni qué decir al ético. Y todo esto ha influido en la construcción de “nuevos derechos” donde la noción de ese “sujeto” se entiende de una manera inequívoca. En todo caso, es la voluntad, la que daría fundamento a esos derechos, a esa pretensión.

Así, una persona es lo que yo quiero que sea y punto. El individuo “define” lo que es la vida. Este fue el argumento -lamentable- del juez del Tribunal Supremo, Anthony Kennedy, que reafirmara el derecho al aborto en los Estados Unidos en 1993, sentencia que aseguró la sentencia original  que legalizara el mismo en 1973. Es que, una detenida lectura del fallo original, nos lleva a ver que ante la timidez de la Corte de arriesgar una definición sobre cuándo comienza la vida humana; reconoce, precisamente, el hecho de la “autonomía” y la “viabilidad”. Así, lo digno de la vida se instrumentaliza y vale en tanto en cuando es “viable” y “sirve” para otra cosa. Mientras un ser vivo no “sobreviva” ni “sepa” por sí mismo, no es persona y carece de derechos. En todo caso, es “privacidad” de la madre la decisión.

Más de cuarenta años, y una cifra estimada de cuarenta millones de niños abortados han pasado desde aquel fallo y, a pesar de los avances en embriología que muestran la identidad genética de cada individuo, y de que la mujer que comenzó el litigio, Norma Mc Corvey reconoció su error y, hoy, es una activista provida, la cultura continúa impregnada de un pragmatismo “libertario” y en donde el no-nacido no tiene derechos, es un ser humano cuya dignidad es invisible. Esta semana que pasó, se realizó la marcha por la vida en Washington, con miles de personas para celebrar la vida y mantener viva esa memoria.

Y por primera vez, un vicepresidente de la nación, Mike Pence,  se dirigió a los provida, asegurando su apoyo como también recordarles que su testimonio no ha sido en vano. Apoyo que apenas tuvo eco en la gran prensa, habituada ya a la cultura del “yo quiero” y en donde la decisión de lo que es vida o muerte es de “de cada uno” o de la decisión de la mujer como reiteraron más de una vez los presidentes demócratas anteriores, de Clinton a Obama. Es que cada uno – según el dogma de la cultura secularista de hoy- tiene derecho de controlar el propio cuerpo, aborto o cualquier otro procedimiento para controlar la reproducción; derecho a decidir por uno mismo con quién y qué es una familia, al de no imponer a los niños una religión pues implicaría coerción, el derecho de los animales, por lo menos de los mamíferos, etc. El resto, es fundamentalismo, intolerante, fascismo.

Eso es un error, y grave. Una república no puede ser tal sin que a una persona no se la respete desde que es concebida, derecho que debe ser independiente de sus cualidades o estado de salud. En esto consiste también una auténtica democracia; que incluye al derecho invisible de los por nacer. Todo lo demás es pura demagogia, la gran destructora de la democracia, desde los tiempos de los griegos hasta los nuestros.