Solidaridad
Existe una inclinación humana de decir a otras personas lo que se debe hacer. Es propio del ser persona, pues, como tales, no somos neutros en nuestra conducta. Queremos y creemos que hay formas mejores (o peores) de vivir. Es difícil aquello de “vivir y dejar vivir”. Y lo es, creo yo, pues, existe una condición íntima de sociabilidad en nosotros: los otros, nuestros vecinos, no nos son indiferentes. En esto radica el principio de solidaridad.
Solidaridad originaria
Eso es lo que yo denomino solidaridad originaria, una pretensión antiquísima. No deberíamos ser insolidarios, pues atentaría contra lo que somos. Sería ir contra nuestra politicidad. Pero aclaro algo: podemos si, ser insolidarios, pero esa conducta será mirada, casi instintivamente, cómo mala, negativa, en una palabra egoísta. Eso recoge la Escritura, la Judeo-Cristiana que, ya en el Génesis, afirmaba una respuesta reveladora de Caín, sobre el paradero de Abel, a Dios: “¿Soy yo acaso guardián de mi hermano?”.
La condición, naturaleza y experiencia humana, toda ella, sea a través de la familia, los individuos, las asociaciones, entraña desde lo más profundo, el ser solidarios. Solidaridad es así una disposición, o virtud natural, de ayudar a aquellos que no se pueden valer por sí mismos. Se trata de una respuesta frente a la necesidad humana, que al observar la carencia de otros, lo mueve a actuar. Pero adviértase una cosa: no es una simple actitud de compasión, una sensiblería, sino algo más sólido: el compromiso de una persona a la suerte de su comunidad, donde todos nos debemos a todos. Es la plenitud social, por más imperfecta que esta sea, es en suma el bien común.
La virtud del egoísmo
No se puede negar que existe una pretensión contraria: la de que el egoísmo debe ser la regla de conducta pues todos, de una manera u otra, perseguimos nuestros intereses. Y es hipócrita pretender ser de otra manera. El egoísmo debe ser la regla universal de vida, al decir del filósofo John Hospers. O de Ayn Rand, que podría diferir y decir que esto, lo de actuar de manera egoísta es más que una ética, es lo único racional. Si ayudamos a los demás es, solamente, una manera subrepticia de hacerlo a nosotros mismos. Como el buen samaritano que coopera en una epidemia, pues él mismo no quiere ser contagiado.
O quiere prestigio y reconocimiento. Lo honesto es que el individuo sea egoísta: el resto se dará por añadidura. Y así, los egoístas éticos disparan contra aquellos que ponen los intereses de los otros adelante de los suyos, sacrificándolos. Aparentemente. Uno podría objetar al modelo de sociedad egoísta-libertaria de los egoístas racionales y decir que el hacer lo que uno quiere, buscando el propio interés, generará una sociedad meramente de extraños, utilitaria. Si el motivo de la conducta es simplemente el propio interés, entonces, o bien no existe esa sociabilidad originaria, o bien, en el mejor de los casos, no es necesaria. Basta el egoísmo. Tal vez.
El Estado y la libertad solidaria
La pregunta aquí, creo yo, debe ser: ¿cuál debe ser la “regla” de conducta de una sociedad liberal democrática? ¿La de una egoísta, como vimos u otra solidaria, o tal vez altruista? Yo me arriesgaría por una sociedad plural, donde la libertad sea eso mismo, libre, en el sentido de permitir y respetar tantas visiones de actitud respecto a la construcción de la misma. Algunos apostarán al egoísmo racional, otros a la solidaridad personalista, algunos más al altruismo benevolente iluminista. Más allá de la tendencia a decir a otros lo que deban hacer, la propuesta de un régimen democrático liberal es luchar siempre contra esa inclinación. Esto es reconocer el pluralismo: el que no todos, en una sociedad, queremos ni pensamos lo mismo.
Y ahí viene el punto delicado: ¿y cuál debe ser el rol del Estado en todo esto? En principio muy poco. Es que un auténtico pluralismo no supone al Estado la vía libre para fines aparentemente “solidarios” ante la variedad de posturas. Solidaridad forzada deja de ser tal. Si algunos estatistas entienden que se debe usar fondos públicos o dar trabajo a sus partidarios como muestra de “solidaridad”, ¿por qué los egoístas éticos o los solidarios personalistas tendrían que estar de acuerdo? Para los primeros lo que cuenta es el interés individual y que el Estado no debe inmiscuirse en sus vidas. Para los segundos, la solidaridad compele a hombres y mujeres a actuar voluntariamente y sin coerción. De lo contrario no sería una virtud.
En ambos casos: cuando la persona es sometida a depender del Estado en su vida, proyectos y trabajos, hace que la dirección de su esfuerzo esté dirigida desde afuera de ellos mismos, sin respetar su libertad. Eso es dejar de lado su autodeterminación, socavar su dignidad, embrutecer su iniciativa. Y lo más seguro será que el ciudadano se resentirá al darse cuenta de que el fruto de su trabajo es extraído por un Estado corrupto e ineficiente y buscará la manera de evadir o revelarse ante la injusticia.
¿No sería esto contradictorio, es decir, defender y equiparar al egoísmo y, al mismo tiempo, la solidaridad? No necesariamente. Soy de los que creen que la exaltación extrema de una libertad egoísta no lleva ni a la verdad ni el bien común. Incluso puede tener consecuencias disgregadoras, socialmente. Pero la forma en que se ejerce la libertad, sea egoísta o solidaria, no se puede imponer coactivamente por el Estado. Este puede fomentar la promoción social, pero debe respetar, en la convivencia, los derechos individuales de actuar en las mil formas posibles de interacción de las decisiones personales. La solidaridad se educa desde la familia, en comunidades intermedias, no se impone. Solidaridad es, más que mero gesto altruista, una virtud que nace del reconocimiento del otro como hijo de Dios y como tal, una persona libre, irrepetible, única, parte de una sociedad de la que todos somos deudores de alguna manera u otra. Deudores de Dios, pero, no del Estado.