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FILOSOFÍA LA NACION

Rousseau y el espectro del consentimiento

Mario Ramos-Reyes 2022-10-16

Un pequeño error al principio termina en un gran error al final. Esta afirmación, atribuida a Tomás de Aquino, es de enorme agudeza. Profética. Cuántas veces, pequeños deslices, traspiés –intencionales o no– cometidos al comenzar una tarea, devienen ampliados al final de la misma. En política, por sus consecuencias prácticas, eso es fatal. Uno de esos errores es la exaltación del consentimiento o la voluntad como legitimación de la democracia. Fue la propuesta de J.J. Rousseau (1712-1778), el filósofo ginebrino, de influencia perdurable en el desarrollo de la filosofía política. El principio de que la voluntad, individual o colectiva, determina el todo social. La primera norma política debe ser una convención, un acto de acuerdo: consentir sin más.

La severa aplicación de este principio se mostró en total despliegue en las recientes, y polémicas, declaraciones de la ministra española Irene Montero sobre la actividad sexual de menores. Los niños –habría dicho la ministra– “tienen derecho a saber que pueden amar o tener relaciones sexuales con quien les dé la gana. Basadas, eso sí, en el consentimiento”. La afirmación de tal principio, sin embargo, no es nueva, aunque es justo advertirlo, el grado de ensanche del error, en este caso, lo hace execrable. Lo que genera, intuitivamente, el rechazo de la gente de tamaño exabrupto. Por lo menos de aquellas personas que mantienen el sentido común. Lamentablemente, me temo, esa forma de pensar está inserta en el pensamiento jurídico-político actual, incluso en algunas personas que ahora protestan. La creencia de que la primera norma de convivencia deba ser exclusivamente un acuerdo consentido. La de que no existe ninguna otra norma moral o de ley natural por encima de dicho consentimiento.

Rousseau y el democratismo liberal

La pretensión de Rousseau era optimista. La naturaleza humana era buena, pero, lamentablemente, las instituciones sociales de la civilización la esclavizaron y, peor, sometieron a una desigualdad contraria a sus orígenes. ¿Se debía entonces volver a la selva? Nada de eso. Propuso llegar a un acuerdo consentido que devolviera la felicidad originaria. En el “Contrato social” (1762), su obra principal de teoría política, describe el estado de naturaleza, donde seres humanos viven libres e iguales y nadie tiene autoridad sobre los demás. Un mundo idílico que debe restaurarse. ¿Cómo? Abandonando cada uno su libertad en este mundo supuestamente civilizado, confiriendo poder a una voluntad mítica, general, obedeciéndola. Eso es libertad. Aún más, aquellos que intentan desobedecer la voluntad general deben ser “obligados a ser libres”. La obediencia es libertad, obediencia a la voluntad general. Un principio que caló muy hondo en la conciencia de Occidente.

El modelo rousseauniano de democracia es la forma más pura de la soberanía popular. Confiere el poder a la mayoría para perseguir sus intereses. Nada limita al consentimiento de las voluntades. Rousseau encarna la veta igualitarista del democratismo liberal. No hay límites constitucionales. Nada de republicanismo liberal. Deviene en jacobinismo puro, como se verá más tarde, metamorfoseándose, como justificación “democrática”, manipulada por caudillos demagógicos y hasta defensores de la “razón populista” (Laclau).

El liberalismo procedimental

El liberalismo procedimental del constitucionalismo actual tampoco afirma ninguna idea del bien, ya que –en estricta línea rousseauniana– rechaza totalmente a todas las tradiciones morales. No quiere recuperar un pasado paradisiaco a lo Rousseau (a menos que se fuera ecologista o se idealice a los pueblos originarios). Únicamente pide que consensúen las libertades procesales para llegar a un acuerdo con sus instituciones. Es el reino del consentimiento. La pretensión central es inequívoca: todos los temas críticos de la convivencia política, de la vida o muerte –aborto o eutanasia, de sexualidad o reproducción, eliminación de niños defectuosos, pedofilia o pederastia– declaran como meramente instrumentales.

De ahí que nada permanece, intrínsecamente, prohibido. No existe, sigue esta pretensión, nada que fuera intrínsecamente malo. Todo es condicionado a su utilidad, sea el placer, bienestar económico o lo que fuera. Y a la legitimidad del consentimiento. Si se aceptan las premisas de este procedimentalismo sexual –que los adultos que consienten tienen derecho a entablar cualquier tipo de relación sexual que deseen sin la interferencia del Estado– entonces nada estará prohibido en sí por su propia naturaleza inmoral. Lo moral o inmoral, bien o mal, dejarían de tener sentido, pues no existirían en primer lugar. Los Estados señalarían, por ser pretendidamente neutros, procedimientos, formas, procesos. Nunca contenidos morales. De ahí la conclusión: el consentimiento de las partes sería el fundamento de la moral. Y sobre todo de la sexual.

La democracia irrestricta

En ese contexto, no debe extrañar la afirmación de la ministra española. Con un agravante. El consentimiento ahora se confiere a los niños. No importa la edad, la madurez, la evolución psicofísica de los mismos. Para la democracia procedimental, insisto, lo que importan son las formas, no el contenido. El rousseaunismo procedimental contemporáneo llegó a la conclusión lógica de su principio.

¿Resultado? Indefensión de la dignidad humana, pues la democracia la ha relativizado vía la voluntad, el querer, los deseos. Hablar de una unidad de alma, cuerpo, o unidad psicofísica con valor intrínseco que no puede ser instrumentalizada nunca, es arriesgarse a la excomunión, la cancelación. El ser humano es visto sin esencia o naturaleza normativa (palabras heréticas para la democracia secularista de hoy). Pero para mí, lo grave de todo esto es que la democracia misma ya no cree en sí misma, en el sentido de que, al final, no defiende ninguna verdad ni persigue un bien. Es una democracia irrestricta, vacía. Nada la limita en la realidad de las cosas, en su pretensión de derechos. Derechos son cualquier cosa, deseos, pasiones o caprichos. Se invoca retóricamente, ciertamente, el bien común, pero todos sabemos que es una retórica oportunista, ideologizada, hueca. Se ha repudiado no solo toda verdad, sino, a esta, se la mira como incompatible con la libertad. Y aquí los juristas que sostienen esto son legión.

Un pequeño error al principio termina en un gran error al final. Para peor, en este mundo posmoderno, el error no es ni siquiera eso. No existe. Solo florece la posverdad como una actitud donde todo vale. Rousseau exacerbó la voluntad a expensas de la razón, el orden y la realidad. Pero confieso que aquí debo hacer un alto y defenderlo a Juan Jacobo: no creo que hubiera estado de acuerdo con todas las consecuencias que luego se derivaron de su principio. Es que en su “Discurso sobre las ciencias y las artes” (1750) sostenía que el progreso de las artes y las ciencias no conduce necesariamente al progreso de la moral. O lo que se consiente como progreso no nos hace mejores ni más felices. Lo que indica, una vez más, la necesidad de una filosofía perenne que se aboque a afirmar principios verdaderos que no permitan, con el tiempo, las grietas de errores deshumanizantes.

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