La democracia populista
La democracia populista es una hueca, sin contenido, pues no protege libertades reales. Es falsa. Solo nombra a las libertades, formal, retóricamente, aún cuando las consagre en textos constitucionales. No solo no sabe qué hace con ellas, sino que no las quiere, las detesta. Pero, paradójicamente, a medida que se la limita, los ciudadanos la echan de menos. Pero, veamos ciertos datos en América Latina. La realidad no miente.
Las “democracias” populistas están decayendo al punto de extinción, o, tal vez, ese es mi diagnóstico mezclado con mis deseos. Pero, veamos, la diáspora de los venezolanos puebla, en miles de exiliados, los países latinoamericanos, de Colombia a Brasil, pasando por Perú, Chile y demás. Nadie puede, aunque quisiera, vivir en su patria cuando se pasan necesidades básicas, se pasa hambre, se es oprimido. Es que Maduro, tirano más que líder populista, busca perpetuarse en elecciones este veinte de mayo, elecciones manipuladas, efectivamente, por el Consejo Nacional Electoral controlado por el heredero designado a dedo por Hugo Chávez y por, conforme a las relaciones simbióticas con Cuba, Raúl Castro.
La Nicaragua de Ortega no se queda atrás: más de treinta muertos en las protestas contra el régimen del ex o perpetuo sandinista y su mujer. Ecuador, mediante la voltereta ideológica del presidente Lenín Moreno, al ser recientemente jaqueado por la intromisión de las guerrillas de las FARC disidentes, que asesinan a tres periodistas, busca un respiro del régimen alérgico a las libertades de Rafael Correa, moviéndose más hacia el péndulo de las democracias liberales. La Argentina de Macri, haciendo malabarismos para salir de la mentalidad de “derechos adquiridos” de los subsidios otorgados por un clientelismo que ha hecho cultura en grandes sectores del pueblo argentino. Y se podría seguir, pero no es mi intención seguir con esta letanía de hechos. Más bien, reflexionar sobre la manipulación que se ha hecho del concepto de democracia.
Lo inaudito del caso es que estos gobiernos populistas se han llamado a sí mismos auténticas democracias. O peor, se han autodenominado democracias “participativas”, “populares”, donde la idea de pueblo funge como una suerte de talismán mágico. La democracia deja de significar un régimen de vida política donde toda la ciudadanía tiene su voz y voto, sino donde solo las mayorías mandan. El resto no sería sino un prejuicio burgués. ¿Exagero? Los años no mienten. Ahí está la “democracia” bolivariana de Chávez-Maduro desde hace veinte años –y quieren ir por más–; Ortega, veinte años en Nicaragua, Evo doce años, el kirchnerismo por más de diez años, la dinastía Castro que ya va por los sesenta años. No debe extrañar, entonces, que el poder “constituyente” de esos pueblos, o más bien de la camarilla que gobierna a su nombre, tenga la terca costumbre de cambiar el orden jurídico para continuar en el poder.
Todo esto no es nuevo. Tal vez se deberían exhumar los editoriales “nominalistas” del diario Patria del Partido Colorado del estronismo, donde democracia era un término maleable que se podría aplicar a cualquier cosa. Y así, aparecía Stroessner como el gran demócrata. Los populistas denominan democracia a un régimen de contenido “moluscoide” y resbaladizo donde lo que es bueno o malo es cuestión tan subjetiva como alabar el sabor del helado preferido. Todo es cuestión de sentimiento, de voluntad, de querer y de legalizar ese querer, no importa si esa voluntad violase el principio de alternancia, equilibrio de poderes o respeto de las minorías. Se habla de pueblo, de hegemonía, del nacionalismo, o bien de lucha contra el imperialismo o el capital, como manera de ocultar la realidad para perpetuarse en el poder, que es, en última instancia, lo que le interesa.
Y no sorprende que sus efectos sean la exclusión, marginación y opresión. Es lógico. Una retórica de ese tipo solo alimenta el resentimiento y, a la larga, la falla de todo el cuerpo político que se contamina por el avance abrasador del Estado, habitáculo de la camarilla del poder, ahogando todo tipo de iniciativa. Es que, tarde o temprano, el Estado dejará de ser la alcancía sin fondo de la democracia populista, dejando a la ciudadanía sin recursos. Seamos claros: las llamadas democracias populistas no son realmente democracias, sino sistemas hipócritas de sistemas legales autoritarios, que terminan en una crisis social profunda, con ramificaciones en todos los ámbitos del cuerpo político.
Me contaron alguna vez que a Lenín, cuando comenzaba a implementar sus planes revolucionarios, le preguntaron si dónde estarían las libertades, contestó: libertades, ¿para qué? Me pregunto, si a estas alturas del siglo veintiuno, si aún somos conscientes de la respuesta. No es fácil ser libre, la libertad es precaria, es frágil y hacerla fructífera supone iniciativa, riesgo. Libertad sí, para ser una democracia. Una real, no remedo. El formalismo legal o las mayorías no hacen al populismo una democracia real. No existe democracia si el sistema se perpetúa –vía cambios constitucionales– en el poder. No hay democracia sin libertad real. Tal vez, sería una etapa pedagógica el aprender qué entraña eso de la libertad, o como dirían los republicanistas, de la autodeterminación. Lo demás es monarquía, satrapía, dictadura, donde el libreto para la economía, la realidad política y el resto, lo escriben las constituciones de Evo, Chávez, Ortega o Castro.