Cultura del Trabajo y democracia
Trabajar para comer es fundamental en la vida del cristiano y de toda persona de buena voluntad. O dicho de otra manera, el que no trabaje que no coma. Fíjese el lector que trabajo, aquí, implica iniciativa, decisión, hacer cosas y no esperar a que las mismas se le den a uno de arriba. La propiedad de las cosas, su perfeccionamiento, y el fruto de las mismas exige el esfuerzo y la inventiva humana. Es más, sugeriría, la sociedad actual tiende a confirmar cada vez más dicha afirmación de tonos paulinos y no, como algún critico pudiere pensar, liberal y capitalista. Nada se recibe de “arriba” por lo que el trabajo tiene prioridad al hecho de la distribución de lo obtenido, la justicia social. Es que si se recibe, entonces alguien previamente ha creado dicho bien.
Lo justo supone, necesariamente, algo sobre lo que se pretende distribuir. Olvidar este principio básico es postergar el sentido propio del desarrollo humano, pues sin trabajo, no existen bienes creados pero tampoco existen ciudadanos educados. Y sin embargo, una mentalidad y cultura contraria a ese espíritu permea nuestra sociedad. El trabajo es un puesto que uno espera recibir, preferentemente del Estado, que es el que tiene la “plata.” O de aquellos que tiene empresas y nos deben ese trabajo. Es algo que uno busca, pues existe aquel otro u otros que lo tienen. O incluso, para peor, es algo que uno “merece” por el solo hecho de ser un ciudadano más y algunos tienen la obligación de dármelo.
Pero el significado del trabajo es algo mas. Incluso, se podría afirmar con Maritain, que una democracia digna de su nombre debe hacer una aristocracia del trabajo. ¿Hacer una aristocracia de las actividades en una democracia? Precisamente y por dos razones fundamentales. En primer lugar, el trabajo crea bienes que el ciudadano necesita para la vida, bienes materiales, de consumo. No significa ello que el trabajo es un fin, o el objetivo de la vida, sino un medio y un medio privilegiado para lograr aquellas realidades sin las cuales no puede haber desarrollo. Se trabaja, así, para obtener las cosas con las cuales uno tiene que vivir, y no se vive para trabajar.
En segundo lugar, el trabajo es una acción que, inmanente – dentro del individuo – le hace ser mejor como ciudadano. No es solo lo productivo “externo” lo que cuenta sino el perfeccionamiento “interno.” Una nación de perezosos no es precisamente un ejemplo de ciudadanía ni de calidad humana. De ahí que lo de aristocracia – gobierno de los virtuosos – se entienda mejor. Pero ahí, precisamente radica su calidad, la del trabajo: la necesidad que el sujeto, el ciudadano sea el protagonista y cree – como co-creador – las iniciativas. Insistimos, el trabajo nos hace crecer como personas y ciudadanos en tanto en cuanto no esperamos que “alguien” nos “otorgue” ese “derecho “ al puesto, empleo.
Ese es el error de la mentalidad cultural dominante, de esperar del estatismo que ha penetrado incluso el sector privado de la sociedad. Se espera que a uno le den empleos, de parientes a amigos y correligionarios, y no se echa en cuenta de que el punto es que el ciudadano mismo es quien debe tomar la iniciativa. Lo que el estado debe hacer es gerenciar las políticas que den oportunidades para la creatividad y el talento y esfuerzo de los ciudadanos, nunca sustituirlos. Si lo hace, lo único que se consigue es construir una sociedad de dependientes material, pero lo que mas preocupantes, mentalmente dependientes. Es cierto que afirmar que no se tiene nada a cambio de nada suena algo duro, pero obtener algo a cambio de nada es aun mas injusto. La sociedad del futuro es la de emprendedores que no solo trabajan para comer sino, y sobre todo, trabajan para ser. Y eso es, intrínsecamente, republicano y democrático.