El Silencio de la Nochebuena
“Cristo se presenta como respuesta de lo que soy yo ‘ Luigi Giussani
La objeción al Dios cristiano parece ser siempre la misma: está silencioso. O al menos, no dice nada sobre las calamidades a nuestro alrededor: el mal, mal moral o físico –qué más da– que se abreva en miles de formas y nos abraza, nos agobia, con su mordida implacable. Nadie está exento. Nadie escapa a su presunta indiferencia. Y tampoco es nuevo, pues, para peor, ha sido siempre así. El paso de los años nos enseña que mañana será también así. Es que la voz de Dios, si existe, no se “oye”. Existe sí, una cháchara del Dios de la Navidad, la ideológica y la interesada, que nos embebe a todos con su consumo desenfrenado. Y de la cual somos, de una manera u otra, cómplices.
Es la percepción de que, al final de todo, los seres humanos sufrimos de manera gratuita y vamos a morir y no somos realmente felices. El escritor Albert Camus veía en ese drama el absurdo del Cristianismo: el creer en la felicidad dada por un Dios impasible. Incomprensible silencio, frente al sufrimiento gratuito de los inocentes. No hay vuelta de hoja que darle; ¿Por qué desesperarse entonces cuando muchos conciudadanos solo esperen que la ciencia y la tecnología les provean las respuestas a las preguntas más vitales?
La suerte está echada y el cielo está vacío. Eso y nada más.
Y así, lo que queda, queda en nuestras manos. Es que un Dios que no habla si existe, tampoco importaría pues en última instancia nada cambiaría. Pero entonces, uno se pregunta; ¿cómo quedan los deseos de justicia? ¿O de verdad? ¿Dónde van los que amamos? No hay duda que el sigilo divino parece abrumador. Y aun así, extraña paradoja divina, ese silencio desata nuestra nostalgia de Dios.
La Navidad, por eso, es la celebración de esa Presencia. Dios nace en un pesebre: no impone su divinidad de manera grandilocuente. Dios camina en Palestina. No se pasea por la Vía Sacra como un patricio romano. No llama a los sabios y los perfectos, sino a los pobres, ignorantes, pecadores. No impone unas reglas ni exige un liderazgo político: sólo quiere una compañía. No busca prosélitos sino amigos. Su sigilo en varios momentos, causa extrañeza y perplejidad en sus discípulos. Ese silencio es precisamente una muestra de discreción divina; la de que sus “signos” deben “verse” sin coerción. El no “fuerza” a nadie a creer.
Por eso su silencio. Por Amor al ser humano.
Parece que nos deja solos –ciertamente– y es una soledad que nos deja perplejos. Muchos ateos, como Camus y Christopher Hitchens, tienen razón: Dios parece amar lo que no se puede, el sufrimiento gratuito. Por eso mismo, se debía ser ateo para ser feliz pues sólo el ateo es libre. ¿Pero no son, precisamente, esa felicidad y libertad, los signos que precisamente –en última instancia– nos muestran el rostro del Misterio, que para eso se hace hombre? Tal vez, los ciegos de nuestro tiempo no ven pues, los cristianos, tan a menudo, velamos el rostro de Dios y de Cristo y hacemos del cristianismo una moral insoportable y no el encuentro con una Presencia que nos hace libres y nos colma con su plenitud
Se necesita de testigos. El de hombres y mujeres, que frente a la realidad, la transformen, entierren la injusticia. Ciudadanos cuyo heroísmo haga de este exilio incomprensible una realidad más humana. Ciudadanos que sean juglares de ese Dios que aparentemente está en silencio. ¿Por qué desesperarse entonces? ¿Pero el Cristo, no ha sido siempre así? ¿No es esa, precisamente, su fuerza? Pero ¿acaso su muerte fue diferente? ¿Un Dios que muere y se siente abandonado por todos? Hasta, por el Padre. Y lo hace, en silencio; no responde a las burlas, comprende y perdona.
Por eso, la Navidad, es una fiesta nuestra, la fiesta del hombre. Y la fe es el reconocimiento de esa celebración. Es el cumpleaños de Cristo. Es la celebración de nosotros mismos pues Cristo nos muestra lo que significa ser seres humanos. Ese es el único regalo de la Nochebuena; el de alguien que reconoce nuestra dignidad. ¿Se puede encontrar un amor más grande que ese? No lo creo.
¡Feliz Navidad!
Mario Ramos-Reyes