La república: entre el populismo y la democracia

¿Cree usted que la democracia de nuestro país, los Estados Unidos, sobrevivirá a la presidencia de Trump? Me había preguntado un alumno recientemente, interrumpiendo mi apresurado camino a clase, sorprendido, evidentemente, por la victoria del candidato republicano.

–Y ¿por qué me lo pregunta? le conteste intrigado, a las apuradas.

–Y mire –me dijo, con preocupación– la imagen que se tiene de él es lamentable: ignorante, tosco, casi violento, belicoso, burlón, grosero, nativista y reaccionario, tanto que parece un insulto que nuestro país sea liderado por un hombre así, parece más una amenaza que una garantía de estabilidad.

–Posiblemente todo eso sea cierto –le corroboré–. Pero, la realidad de la cosa política no se reduce exclusivamente al temperamento y los gestos de un candidato aunque los mismos sean importantes –agregué– sino a la fortaleza de las instituciones. Lo que sí podría ser más peligroso –me temo– son la serie de promesas con tono populista que realizó para satisfacer a un electorado con necesidades reales. Eso sí podría ser un problema a la hora de cumplir las mismas. Pero el freno y contrapeso es el sentido de república –terminé– indicando el inicio de mi clase.

Y el alumno –en silencio y, por su rostro, convencido a medias– continuó su camino.

Pero el tema es real, vivo. ¿Puede un régimen político democrático salir inerme de una administración, supuestamente, populista? En el caso del sistema norteamericano, esa dicotomía excluyente entre lo democrático y lo populista es falsa. Soy de los que creen que, ni lo populista excluye lo democrático; ni mucho menos lo democrático deja de ser populista. Puede haber, eso sí, énfasis pronunciados entre ambos polos que, cuando se hacen exagerados, excluye al anterior. Y eso no es bueno. Ni prudente. Eso supone, además, una advertencia seria y es la siguiente: solamente una república, vital e institucional que se haga, digamos, carne en la ciudadanía, puede mantener el equilibrio. O restaurar el mismo cuando los desajustes ocurran.

Ese sería el sentido republicano como sistema político, sistema de autogobierno de frenos y contrapesos constitucionales que le daría la flexibilidad de vadear los tembladerales políticos que, dicho sea de paso, son como un péndulo que oscila de un extremo al otro. El cuerpo político mantiene así su vigor y, al mismo tiempo, su elasticidad política. Estabilidad que es garantizada gracias al punto fijo que supone esa noción de república como algo anterior y que presupone a ambos, activado en su sistema inmunológico contra las infecciones ideológicas extremas.

Pero, más allá de lo institucional que creo, es una garantía del sistema contra posibles “desviaciones” del mismo, la elección de Trump y su movimiento, o el “trumpismo”, representa, para bien o para mal, una disconformidad con cierta forma de hacer política. ¿A qué disconformidad me refiero? Voy a referirme a la que, quizás, es la definitiva. A las formas de hacer política comercial del establishment que según el trumpismo está definida por un globalismo que socava las fuentes de trabajo de las manufacturas y la base industrial del país. Ese globalismo prioriza las ganancias de las grandes corporaciones sin tener en cuenta los intereses de los obreros americanos. Corporaciones que, desde siempre, han llenado los cofres de ambos partidos, diseñando las políticas de comercio. Además, y como causa de esto, el llamado libre comercio aparece no tan libre, ante la indiferencia de la administración norteamericana, de la suerte de su clase trabajadora. Y por lo demás, ante la supuesta manipulación de su moneda y tarifas encubiertas en el comercio con poderes competitivos como China.

¿Propuesta del trumpismo? Cancelar o renegociar todos los acuerdos de libre comercio, y por supuesto, traer los puestos de trabajo de vuelta al país. Salir de la Organización Mundial del Comercio. Eliminar NAFTA. De ahí su lema, los Estados Unidos primero. No es de extrañar, entonces, que las relaciones con México se podrían tornar difíciles: la inmigración desde el sur es la que además de NAFTA, en el discurso trumpista, ha causado el desempleo para los obreros americanos. Y para peor, el tema del terrorismo juega en esto un papel innegable. El que la frontera es tan porosa en varios puntos que la infiltración de terroristas también debe ser evitada. Mientras las élites desean inmigrantes, como mano de obra barata para sus corporaciones, la propuesta del trumpismo es draconiana: construir la muralla en la frontera, y hacer que México la pague.

¿Es todo esto populista? En cierta manera lo es, pues se presume, que todo lo prometido es posible, dada la capacidad de injerencia e intervención del líder. Es más, al parecer, una cuestión de voluntad y eficiencia política que de inteligencia y juego de intereses políticos. ¿Es esto democrático? Nada indica que no lo sea. Si la soberanía popular es ejercida por sus representantes, más allá que a uno no le guste las políticas públicas, entonces, sí lo es. Pero, donde el trumpismo, creo yo, encontrará su propia muralla, es precisamente, en el juego de las instituciones republicanas. El Congreso estará en manos de legisladores que, aunque del mismo partido Republicano de Trump, tienen un sentido más global del sentido de república. ¿Es eso una ilusión? No lo creo. Es una certeza, la de un sistema de frenos y contrapesos que ha intensificado gradualmente su madurez a través del tiempo y de sus crisis, como es ahora, la de este modelo de globalización. Esa es la “utopía” de la república, donde la comunidad política posea apertura y flexibilidad suficientes para abrazar a refugiados y dar seguridad a las fronteras al mismo tiempo, y universalizar así a la democracia republicana.

http://www.lanacion.com.py/2016/12/29/la-republica-populismo-la-democracia/