¿Es la muerte el límite de la ideología o de la política?
Las ideologías se mueven por intereses lo que, en cierta manera no deja de ser verdad. Así el “interesado” está siempre atado y conectado a capturar o mantenerse en el poder. Y ese poder, muy a menudo, tiende a ser sectario, incapaz de abrirse a la realidad de las cosas aunque, muchas veces, se esté dispuesto a ‘negociar” para retener parte del poder cuando no se lo posee plenamente. Es que en eso consiste la lógica ideológica: transformar la sociedad de una manera o de otra fundado en una visión limitada de la misma. De ahí que no sea extraño entonces que la ideología y sus movimientos o partidos que les sirven de “correa” a la realidad sean, muy a menudo, excluyentes y se cubran sus “espaldas” de manera llamativa. Es lo que hace y es el trabajo de lo que denominan conciencia ideológica.
Conciencia de pretender ser ellos mismos los únicos intérpretes de su identidad. Pero, la ideología no para ahí; necesita de profetas, de líderes o mejor, de intérpretes – malos o buenos – pero intérpretes al fin de una propuesta, profetas de ese pretendido progreso. El ideólogo es el conductor así de cambios que podrían venir con un modelo pre-fabricado, algo que desea imponer. Así la conciencia ideológica del liderar hace que la mediación social de la ideología se haga modelo concreto, una forma social, que la sociedad debe adquirir e implementar si quiere lograr la meta sugerida. No interesaría mucho enfatizar si el modelo propuesto es factible o razonable; el modelo es entendido como una verdad sin matices que no admite “grises”: lo ideológico nace y se nutre de una verdad parcial, respetada y real muchas veces, pero que la absolutiza, pues, no ve y no quiere ver la verdad de la realidad en todos sus factores. Pero como toda realidad finita, y a pesar de su ambición casi prometeica, tiene límites. Y los límites les vienen impuesto, sorpresivamente, de afuera: el límite de la muerte. El ideólogo se muere. Como todos.
Es la única certidumbre aunque no sepamos la fecha. Y con él, – más tarde o más temprano – también su proyecto. ¿Pero es ese límite – el de la mortalidad humana – el defecto o problema de los proyectos políticos ideológicos? ¿Es la finitud humana o la realidad de la muerte lo que lo hacen inviable? Esa es la pregunta que nos ha surgido con el trágico fallecimiento del líder de UNACE Lino Oviedo. Y el lector atento, si desea, podría también podría agregar: el límite de la ideología o ideologismo también se ve con la enfermedad del Presidente Chávez. Pero insisto, ¿es eso así? ¿Es acaso la muerte un “argumento” contra la ideología? Yo me inclinaría a que no: ese es un mal argumento. Una ideología, cualquiera fuera, no es mala porque el líder o líderes desaparecen. Y eso es una prueba de su limitación. Después de todo; toda realidad – exceptuando la de Dios – tiene límites. Una ideología, tal vez, es negativa porque, muy a menudo, pretende dar respuestas a lo humano desde una perspectiva unilateral. Aspira, por ejemplo, en entender el progreso como excesivamente material. O entender la política como mero fin donde el poder es lo único que importa. Pero no se debe perder de vista que, también los ideólogos – a pesar de sus exageraciones y fanatismos – “veían” un sentido en esa ideología, en ese proyecto.
La ideología provee un sentido a la vida de una persona que, muchas veces, sin la dirección dada por la ideología, su vida aparece estéril, sin sentido. Pero justamente ahí, creo, radica el problema. O mejor, el misterio: no es que el ser humano tenga que encontrar el sentido a su vida a través de un ideal ideológico para poder vivir plenamente, como quería Nietzsche – por muy loable que ese ideal lo sea – sino que el sentido de nuestra condición humana está ya dado por la realidad propia de nuestra existencia finita. La ideología no agrega ni quita sentido a la finitud; solo que a veces, no encuentra respuestas. Por eso la muerte como signo de la realidad, no muestra el “error” de una ideología sino simplemente la identidad de lo humano. Es el signo de la fragilidad de nuestra condición humana: seamos ideólogos o no, la muerte se presenta como un límite – límite como defecto – como un alto a nuestras posibilidades. La muerte deviene así como el grito de victoria sobre la soledad y el tiempo, como futuro “lugar de la presencia”, como diría Gabriel Marcel: ese momento de encuentro con el Infinito cuyo rostro se nos revelará. Y aún así, nadie quiere morir. Por eso, ante ella, es mejor guardar silencio y nada más. Y no invocar, anatemas políticos.