Es la pobreza el problema?
El problema fundamental de la sociedad actual, y sobre todo de la nuestra, es la pobreza. Esta afirmación no es novedad: está a la vista de todos -basta mirar el entorno- y, además, cuenta con fundamentos de cientistas sociales, demógrafos, así como también con la confirmación de líderes religiosos, como muestra la reciente breve carta-exhortación de los obispos sobre el estado de la democracia en el país.
El tema, insistimos, permanece constante; la pobreza y, sobre todo, la extrema pobreza que afecta a amplios sectores de la sociedad claman por la atención. Es que, no cabe duda, la carencia de bienes es una afrenta a la dignidad de una persona que no puede, por dicha carencia, lograr la plenitud de su vida a la que Dios le ha llamado.
Toda esta situación resulta en una crisis social que exige la atención de los administradores de la cosa pública, los políticos a cargo del gobierno y del Estado, de poner el bien común antes que el bien propio particular. Hasta aquí, no habría mayor objeción y nadie, me temo, negaría la objetividad de la situación. Pero la divergencia surge cuando se sugieren los medios para solucionar dicho problema. ¿A qué nos referimos con esto? A la diferencia que puede haber entre las formas de plantear ciertos caminos, alternativas o políticas públicas para combatir la pobreza. Se insiste sobremanera, por ejemplo, sobre la “distribución” de la riqueza y el combate a las injusticias como la única manera de hacer una sociedad justa y equitativa. Y que todo ello sería conforme al bien común.
Pero, me temo, esa forma de proponer denota de suyo una visión simplista de la realidad, cuando no, en muchos casos, populista. El tema es que políticos y, también es justo reconocerlo, más de un clérigo, no se ha tomado la molestia de preguntarse qué es lo que hace ricos a una persona o a un pueblo. O, hablando en términos más económicos, ¿cómo se crea la riqueza? Ciertamente, algunos se han enriquecido robando a otros, pero esa es una cuestión de ilegalidad. El punto, en estos momentos, es comenzar a plantear de una vez por todas la cuestión de fondo y dar de bruces con el tema de generación de riqueza, de puestos de trabajo productivo, de creación de oportunidades.
El problema nuestro no es la carencia de bienes materiales, sino la falta de ideas de cómo generar esos medios, sistemas y políticas públicas para posibilitar la creación de riqueza. El tema es entender cómo se hace uso productivo de la libertad y para ello lo que falta es enriquecer la educación. Pareciera que con el solo hecho de insultar al capitalismo y exhortar a distribuir bienes se solucionaría lo social, pero se confunde el síntoma con la causa, el origen del mal. La pobreza no es sino la enfermedad cuyo origen está en el olvido de la creatividad, del cómo hacer, del trabajo constante, honesto; creatividad que hace a las personas y a las naciones ricas como muy bien decía el Papa Juan Pablo II en el N. 32 de la Encíclica Centessimus Annus. Y creatividad implica hablar y conocer el mercado y cómo funciona, no haciendo del mismo una suerte de anatema como la fuente de todos los males. Esa cultura es la que las naciones necesitan desarrollar y no el sentido de resentimiento que sólo paraliza las energías económicas y cívicas de un pueblo. El punto es educar a las personas a saber ejercer su libertad y sus talentos creativos. En la tradición de la Doctrina Social de la Iglesia, esta verdad es explícita; es el principio de subsidiariedad, las cosas que los ciudadanos pueden y deben hacer, no la debe hacer el Estado. ¿Por qué no sabemos, o no tenemos, esa iniciativa los cristianos y, muy a menudo, la delegamos y responsabilizamos a otros, suplicando al Estado que “distribuya” bienes para cubrir nuestra desidia? Es nuestra iniciativa y riesgos de ciudadanos los que debemos asumir. Es una labor republicana, de todos, después de todo.
Mario Ramos Reyes