Juan Pablo II o la humanidad de un santo
Así, el hagiógrafo es aquel que nos relata la vida y la práctica de los santos, de aquellos personajes que han vivido su tiempo histórico, con plenitud y esperanza, dando a su humanidad el norte de la perfección de ella misma. Pero, debe advertirse acá antes de que se interrumpa con una objeción, una plenitud a la que se llega no por su mérito o talento propio, sino por su fidelidad a la gracia de Dios. Así de simple, así de misterioso. Pero ¿quién se preocupa más de esas vidas que parecen, para el común de los mortales, inalcanzables, más aún en una época fragmentaria y disgregante?
Tal vez algo de razón o excusa exista en cierta objeción; no pocas hagiografías no muestran el rostro casi mágico de esos santos y donde el narrador no hace otra cosa sino proyectar sus deseos de encubrir la realidad humana, la de no dar a conocer todos los factores de la realidad de la vida del biografiado.
De ahí que, incluso, la palabra hagiógrafo se ha convertido, connotativamente, en un peyorativo; remite a aquel que hace “quedar bien” al retratado, dejando de lado sus defectos o límites. Como que lo de santo implique no solo la ausencia de límites o errores sino lo que es peor: la necesidad de encubrir esa parte de la vida, pues podrían dañar la fe de los fieles.
Pero un santo es un ser humano, con límites y defectos. No es divino, obviamente, por lo que carece del don de impecabilidad. Esta es, a grandes rasgos, me temo, la reacción de un grupo de personas, creyentes y no creyentes, sobre la pronta beatificación del Papa Juan Pablo II.
La objeción es que el mismo, en tiempo de su administración episcopal, habría cometido errores de omisión en la denuncia hecha entonces sobre la pederastia en cierta parte del clero. Peor aun, ya como Pontífice habría “protegido” al entonces padre Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo, que había sido denunciado más de una vez por abuso a sus seminaristas.
Saber la verdad de estas alegaciones sería adentrarse en los intríngulis de las conciencias de las personas y donde solo el tiempo y las evidencias secundarias podrían indicar la certeza de las mismas que, muy a menudo, estaría lejos de darnos la intención de las personas. Y si esto evidencia una omisión, entonces -la alegación propone- Juan Pablo II no puede ser santo. Es que los abusos existieron y Maciel no fue precisamente trigo limpio. El mismo Benedicto XVI lo ha reconocido recientemente en su entrevista con Peter Seewald.
Pero ese modelo de ser humano, impoluto y de madera, no es ni puede ser santo, pues no es real. El santo es una persona que reconoce la finitud y limitación de su humanidad y que pide al Misterio que lo sostenga en su peregrinación hacia su destino.
Un santo es un pordiosero -en feliz metáfora de León Bloy- sucio por sí mismo, limpio por la gracia de Dios. Es alguien que pide, ruega ayuda a la misericordia de Dios y no alguien que se golpea el pecho dando cuentas de lo bueno y perfecto que es. Juan Pablo II, sin lugar a dudas, vivió esto último.
¿Pruebas al canto? Basta mirar a nuestro alrededor y también a la historia misma de la humanidad en el último cuarto del siglo pasado; cuántas vidas cambiadas por el testimonio de vida del Papa Wojtyla, cuántas personas liberadas por su valor para resistir al totalitarismo; cuántas personas pudieron ver la luz de la esperanza con el testimonio de su inteligencia abierta al misterio de la realidad.
¿Más pruebas? Bueno, el milagro de curación a una hermana francesa del mal de Parkinson. Eso es, para la Iglesia -y para mí- más que suficiente. Juan Pablo II está en el cielo. Y esto ya no es hagiografía como propaganda o encubrimiento sino como la realidad pura, aquella que reconoce todos los factores de la vida humana. Es la humanidad de un santo.
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