Conciencia moral y conciencia politica

Lo decisivo en el acto moral son las razones que dieron lugar al mismo: esa regla próxima, mediante la cual reparamos que una acción es justa o no. En eso no nos parecemos a los animales. Concedido, los animales domésticos (y también los no domésticos) poseen una inteligencia afectiva, sentimental. Mi perrito, por ejemplo, ama o está triste conforme recibe afecto o no. En eso, debemos decir, no nos diferenciamos mucho, a menos que la ingratitud humana se filtre de por medio. Y ahí, al decir de Nietzsche, prefiero a mi caballo. Ahí, sí, podríamos arriesgar el juicio y decir que sentimos nostalgia del afecto de los animales. La naturaleza con los animales es sabia, después de todo: mientras que los seres humanos, a pesar de ser privilegiados, no lo merecemos.

Y esto mismo ocurre, volviendo a nuestro tema inicial, con la experiencia humana de la conciencia. Ciertamente, nadie puede juzgar la conciencia de los demás: es inefable para el mundo exterior, después de todo. Ni tampoco se debe.

Solo pertenece a Dios. Y a nuestra biografía intima. Pero debemos saber que ella estará siempre ahí, latente, advirtiéndonos de ciertas cosas antes de tomar decisiones, como también, rezongándonos después de haberlas tomado, cuando hemos tomado una decisión apresurada o inapropiada. Y esto ocurrirá, paradójicamente, aún cuando estemos obligados, moralmente compelidos, a seguir nuestra conciencia incluso si la misma estuviere equivocada o fuere errónea. En todo caso, la cuestión es ser leales a nosotros mismos, a nuestras limitaciones, a la mirada pobre de nuestra conciencia y actuar en consecuencia.

Esa fue la postura famosa de Newman, el converso cardenal inglés, respecto de la conciencia, al poner a la misma -a la conciencia- como prueba de la existencia de Dios. Dios existe porque tenemos conciencia, sostenía. La conciencia es ese “lugar” infranqueable que pertenece a nuestra humanidad y a nadie más. Y por lo tanto, decía Newman, la misma es como el tribunal sagrado que provee las sentencias-decisiones de orden moral. Pero ésta conciencia, Newman acota, no debe ser concebida como una simple manera de justificar las acciones llevadas a cabo por cualquier persona.

La conciencia no es un latiguillo -usando la expresión inglesa, una suerte de “stopper”- que sirve para “parar” cualquier objeción sobre las decisiones tomadas. Y bueno, dicen algunos, mi decisión fue basada en mi conciencia, que obra como una suerte de blanqueador moral. Ciertamente, se debe seguir la conciencia, luego de poner los medios para formarla y educarla, más aún si se es cristiano, católico, conforme al derecho natural y al magisterio moral y dogmático de la Iglesia, pero ello no quita derecho a los demás a hacer crítica de las consecuencias de las decisiones tomadas.

Esa es la impresión que trasuntan ciertas reacciones a críticas que se han hecho al candidato de la Alianza Democrática Fernando Lugo por haberse lanzado a la política partidaria, como que dicha decisión estaría más allá de toda observación, pues habría sido hecha siguiendo el dictado de su conciencia. Se alega que la postura de la Jerarquía –la del Papa por lo menos– con la suspensión decidida, supone una suerte de esclavitud; se puede objetar la decisión papal, al igual que la de Lugo, pero no descalificarla de manera tendenciosa o inexacta, y por lo demás absurda. Reiteramos: nadie objeta la buena fe de la conciencia del otro; pero sí se puede y se debe hacer una crítica desde el punto de vista ciudadano y cristiano de las consecuencias que una determinación de tal magnitud acarrea al bien común de la Iglesia y de la comunidad política.

Después de todo, la política partidaria y no partidaria en una república, pertenece a todos, más aun si los que se lanzan al ruedo aspiran a la máxima autoridad del país. La conciencia es más que una mera justificación de la decisión de actos morales. Supone también un juicio sobre la realidad, y como todo juicio, entraña una elaboración previa al mismo. Así, la conciencia refiere no solamente a una enunciación general sino a cómo se aplica la misma en circunstancias concretas. Cualquier ciudadano, cercano o lejano, del campo o la ciudad, independiente del número, color o pertenencia, puede objetar decisiones de personas que buscan algún posicionamiento político.

Si a un ciudadano le parece que ha habido colisión entre ley y conciencia, debe decirlo, no acerca de la motivación del acto prudencial donde la persona debe seguir su conciencia, sino apuntando que podría tratarse de una decisión poco feliz. Las cosas hay que decirlas, no ingresando en el fuero interno de la persona, pero sí, en las externalidades de sus actos, pues, en una república, repito, las cuestiones políticas pertenecen a todos. En última instancia, todos somos, como el mayor del evangelio, hijos pródigos. El Padre nos recibirá siempre luego de todos nuestros extravíos, cuando, en el atardecer de nuestras vidas –al decir de San Juan de la Cruz- seamos juzgados en el amor.

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