La crisis de la democracia actual no es la ética

Es paradójico lo que ocurre en esta cultura democrática liberal actual, la de los países desarrollados y los emergentes. Por un lado, se afirman principios y normas; y, por otro, emocionalmente, se los niega o, cuanto menos, se los minimiza. Paradoja en el propio sentido del término: un concepto cuya significación es, en apariencia, lo contrario de lo que expresa. Y esto ocurre, precisamente, con la ética, esa antigua y venerable disciplina, o más bien le llamaría yo ciencia práctica, como la habían bautizado los clásicos. ¿A qué me refiero? A que la misma, la ética, que se la ha conocido siempre como una reflexión racional sobre la conducta humana con el fin de dirigirla hacia un fin deseado que, en la abrumadora mayoría, apunta a la felicidad, se le mide por la emoción. Y este error se expande en las redes sociales, donde todo se mezcla sin distinguir casi nada, presentando un panorama desolador.

Pero vayamos por parte. Ser ético es, así, ni más ni menos, tratar de, siguiendo ciertas normas razonables, ser feliz. Lo que supone que los seres humanos somos razonables. Que estamos dotados de una razón, insisto, con posibilidades de afirmar normas de conducta objetivas. Que no es lo mismo matar que defender la vida; no tiene el mismo calificativo ético el beber desenfrenadamente que mantenerse sobrio. Esto es lo que estimaría toda persona racional. Pero esto ya no es tan así. Es más, la savia cultural que alimenta las democracias liberales, no cree más ni en la racionalidad fuerte, ni menos en la posibilidad de encontrar una verdad al fin de la persona humana. Y la felicidad se reduce a cualquier cosa, con tal de que la libertad conferida sea cuasi absoluta.

¿Qué ha pasado? Que una “ética” que supone rechazo de normas y racionalidad está dominando la cultura desde hace tiempo. Por un lado, una suerte de relativismo cultural que defiende la postura de que no hay normas morales racionales, sino que todo nace de la cultura de cada uno. Y como cada cultura cambia y hay diferencia entre las mismas, también habrá diferencia entre las conductas, sin que ninguna de ellas pueda reclamar para sí la verdad humana. ¿Resultado? Todo Estado debe permitir cualquier ética, sin detenerse en lo que ella representa. Vivir y dejar vivir, pues, la libertad y lo que uno siente, es el único criterio de la vida moral. Y política. De ahí que, lo que está bien o mal moralmente se reduce a lo emocional. El me gusta o no me gusta sería la mejor manera de evaluar todo, desde el robo hasta el aborto.

La vida política se reduce así al poder. Nadie puede persuadir a nadie de la verdad de principios éticos, pues el principio de racionalidad es, no solo dejado de lado, sino ridiculizado, asesinado. Cada uno tiene su “ética a la carta” al decir del filósofo Lipovetsky, convirtiendo todo a un sistema político en donde los jóvenes quieren guarecerse para no ser “ofendidos” pidiendo “espacios seguros”, pues, cualquier afirmación “fuerte” de cómo se debe vivir, podría desatar el “gatillo” de emociones, generando una agresión a su integridad y dignidad. Es el contenido de lo políticamente correcto de la democracia liberal.

Esa es la tesis de este artículo: el problema de la democracia actual, sea en países desarrollados o emergentes –da lo mismo– es la ética. La ética que ya no es tal, pues se ha perdido, y por largo tiempo, una conciencia de lo que realmente significa. Y esta forma de pensar ha penetrado –y lo afirmé más de una vez– en grandes sectores de la Iglesia: ya no se habla de una moral fuerte, clásica, donde el bien es bien y el mal es mal, sino de una suerte de diálogo en donde todas las voces tendrían el mismo peso de realidad y de racionalidad. En todo caso, la filosofía posmoderna con su tren a ninguna parte está acelerando su paso vertiginosamente. Por eso, elecciones o reelecciones no significan nada: solo se cambia de pasajeros en un deambular hacia la nada. Está siendo hora de desarmar ese montaje crédulo: no hablemos más de ética, pues no se cree en la razón ni mucho menos en lo que define a un ser humano. Es hora de volver a lo esencial. O lo que un pensador norteamericano, Rod Dreher, llama: La opción de San Benito. De lo contrario, el tsunami nos arrastrara a todos.