La ética como montaje de la realidad

Es interesante lo que está ocurriendo en el mundo actual –me dijo un amigo con tono optimista–. La gente cada vez más –continuó– se da cuenta de la necesidad de la ética en las relaciones humanas. La ética es la solución a los problemas que nos afligen.

Evidentemente, lo que expresaba no sólo era una realidad y un deseo, sino algo implícito: agradecerme por el trabajo que hago. Es que mi amigo sabe que me dedico a la enseñanza –de manera casi exclusiva– de la ética y su influencia en diversas áreas del actuar humano, la política, las realidades sociales, en sus diversas formas.

Se lo agradecí de manera sincera.

La afirmación era clara, directa, casi categórica diría yo pero también, pensé dubitativamente, encerraba cierto triunfalismo: la creencia de que la ética y su enseñanza, por supuesto, pueden y sobre todo, deben considerarse como un poderoso instrumento de reforma social y política.

No es que sea pesimista respecto a la misión de le ética. Lo que pasa es que –digámoslo de una vez– esa afirmación sólo nos pone en el vestíbulo de los despachos de esa noble disciplina y cuando nos disponemos a reflexionar, vemos cómo la atmósfera se torna densa, enrarecida. Es que yo me pregunto muchas veces con un tono de una tristeza infinita: ¿Acaso las mismas palabras, términos, que usamos para hablar de  ética– no sirven muchas veces para justificar posiciones y pretensiones totalmente contrarias? Pienso en las palabras dignidad, o derechos humanos, la misma palabra moral o inmoral. O el término autonomía o discriminación, y tantos otros. Se habla, por ejemplo, de morir con dignidad al acto de pedirle a alguien que nos saque la vida evitando el dolor de una enfermedad cuyos síntomas se incuban y se manifestarían más tarde en fases cuyos efectos se desean evitar.

Pero, al mismo tiempo, se califica de digna la manera de enfrentarse a los dolores que se vendrían, aceptandolos,  ofreciendolos.

Enseguida me vino un zarpazo en la conciencia; ¿por dónde empezar?

El filósofo Martin Heidegger (1889-1976), en su crítica precisamente a la ambigüedad de nuestro lenguaje, nos recordaba la conocida indagación de Hegel según la cual la palabra ser, en su abstracta indeterminación, es equivalente a la nada. Si todo es ser, entonces, nada es ser. Heidegger pareciera estar de acuerdo con el filósofo de la Fenomenologia del Espiritu, pero piensa que para saber bien qué es eso que llamamos ser, se debería explicar el ser del ente, qué es eso de que “el ente es”.

Eso sonará a mero trabalenguas a más de un lector, razonamiento inútil de filósofos en busca de nada. Pero, apenas se tenga paciencia y se detenga la frustración un poco, el mismo lector frustrado se dará cuenta  que no es tan así: lo que salta a la vista es precisamente la falta de un lenguaje preciso para llamar bien al bien o mal al mal. Muy a pesar del optimismo inicial de mi amigo  respecto al papel de la ética, la realidad es que nombramos con la misma palabra realidades distintas. Y así todo da o  parece que daría igual.

¿Por dónde, entonces, empezar?

Muchos dirán de manera rotunda: por el hombre. Por el ser humano. El análisis de la persona humana debe ser el principio de la navegación ética. De ahí que deberíamos comenzar por la antropología, la filosófica que nos proveerá de los principios, fundamento de toda la complejidad de los actos de la persona, su moral, su ética. Si la verdad sobre el bien de la persona está basada en la condición del ser humano y de sus fines, entonces el bien sería aquello que se ajuste a dicha condición humana, conforme a la finalidad de ese ser. Resumiendo: el análisis del ser humano sería el camino de acceso a los actos de la persona y, por lo mismo; se tratará de ver en el modo en que el ser humano es y actúa. Y esta perspectiva no deja de tener razón. Ni tampoco es pobre en sus frutos. Pero, inadvertidamente, pasa de largo o asume una realidad que es más que expresión de deseos: la del reconocimiento de lo que significa ser persona. El mismo concepto de lo que es y constituye una persona –lamentablemente– no está exento de disputa.

Yo propondría, otro punto de partida, un punto de partida que nos sitúe en un momento anterior al del minuto de proponer hablar de la persona y su ética. Yo presentaría, insisto, en una actitud de reconocimiento de nuestra experiencia humana –ese entretejido de emociones, quereres, conocimiento– que nos pone de bruces, atentos, a una realidad que es trágica, dramática en nuestra época: lo que el filósofo contemporáneo Alasdair MacIntryre llama el “simulacro de moralidad”.  Vivimos dentro de ese simulacro y como tal imitamos una realidad que no es. Hablamos de una realidad que no tiene consistencia. Creemos que la ética es la solución, sin reconocer que eso que llamamos ética realmente es una copia, mero remedo, de la cosa real. Y así, nuestra fantasía suplanta a la realidad.

¿Qué ha ocurrido?

Lo que ha ocurrido es lo que dicha pretensión o hipótesis sugiere: que “el lenguaje de la moral está en grave desorden… Lo que poseemos, si esto es cierto, son los fragmentos de un esquema conceptual, partes que carecen de los  contextos de donde derivan su significado”. (MacIntyre, Tras la Virtud). Vivimos de las ruinas de lo que alguna vez tenía sentidos. Hoy, ya no tienen pues se desplomo la realidad en donde se originaban y sostenían. Por eso, tienen un sentido contradictorio. De ahí que “poseemos, de hecho, un [mero] simulacro de moral, continuando el uso de muchas de las expresiones clave; pero –en gran medida– hemos perdido por completo nuestra comprensión, tanto teórica como práctica, de la moral’ (MacIntyre, Tras la Virtud).

Lo que pide mi amigo de retornar a la moral ya no significa mucho. Es que no nos damos cuenta que la experiencia de la realidad ya no es tal, pues, y ese es el punto álgido de la cuestión, la realidad y los juicios son meras “construcciones” que se nos han impuesto pues la misma realidad ha devenido en ser una construcción. Vivimos tiempos postmodernos donde en el menú para construir una sociedad se incluye la ética o las éticas, pero apenas la o las miramos con detenimiento, no son lo que parecen. Son una creación a la carta de individuos para los que el ser persona no tiene más realidad que el número de la lotería que desean ser premiados alguna vez.  Son un remedo del verdadero manjar de la realidad.

Ciertamente, es interesante lo que está ocurriendo en el mundo actual, pero me temo que la solución no es la ética.

Asi temino la  breve conversación con mi amigo– la ética o mejor, las éticas propuestas, son parte del problema.

Y  por eso lo primero es reconocer ese “montaje”, la ambigüedad y los claroscuros de varias propuestas  eticas que nos dejan tan perplejos a todos pues parecen decir las mismas cosas, sumiendonos en la confusión más solemne.