La igualdad que introduce la injusticia
“Buenos días. Déjenme que les dé la bienvenida a esta clase con una mala noticia. Este curso es denso, no es breve, ni fácil” – He dicho invariablemente al inicio de mis clases a mis alumnos en los últimos años.
“Pero también les tengo una buena noticia” -continuo- “ Y es que, al final del semestre, si algún alumno por sus condiciones de trabajo o falta de tiempo, no ha podido llenar todos los requisitos, que no se preocupe. Yo decidiré otorgarle la nota conforme a esa situación, pero, desde ya les digo que pasarán el curso. No quiero que nadie se sienta discriminado”.
La reacción es siempre, invariablemente, la misma. Un murmullo persistente, confuso, tímido primero y que se va haciendo más abierto y estalla cuando uno de los alumnos, levanta la mano y pregunta: ¿no le parece que eso es contradictorio y además no es justo? Usted nos pide estudiar y después, nos dice que, de cualquier manera, podremos pasar el curso. ¿Qué interés, entonces nos queda en esforzarnos?
Creo que, en esta pregunta o serie de pequeñas preguntas de este alumno. La de qué significa la igualdad y cómo se debe entender esta. Que la igualdad no es siempre sinónimo de justicia. Ni de libertad. Me parece que aquí radica una serie de malentendidos que se notan en la propuesta de la ley de paridad. El que el poder coactivo del Estado debe exigir un igual número de mujeres y varones en la política, en la administración pública, en los lugares de decisión estatal, en sujetos de acción social ¿Por qué? Pues por el hecho de que existe poca representación de las mismas. Sería lo justo. Lo justo que vendría así de la mano de la igualdad. Y esta, de la fuerza coactiva del Estado. Y así tendríamos una triada insostenible: coacción, igualdad, justicia. Pero si esto es así, se dejará de lado un principio fundamental de una democracia republicana: la de la libertad y con esto la capacidad del ciudadano o la ciudadana de autodeterminarse libremente. De hacer y ser, gracias a su esfuerzo y mérito, merecedor de participación, de elegir y ser elegido.
La lógica que una ley de la paridad introduce, tal vez, sin intención, tiene una consecuencia nefasta para la democracia: hacer de la igualdad resultado de la discriminación. Así, la participación no es fruto de la idoneidad del ciudadano o ciudadana sino del género de los mismos. Es que soy mujer y la ley obliga a que participe. Y como tal, este derecho no debería, siguiendo su propia lógica, detenerse ahí. Es que si la persona se define por el género, por qué no posibilitar, coactivamente, una cuota para los pueblos originarios, los transgéneros, los descendientes de ciertos grupos minoritarios. Y la lista no tendrá fin, a menos que se discrimine a ciertos grupos.
Esto no es igualdad, sino igualitarismo a la fuerza. Igualdad es otra cosa. La auténtica igualdad refiere a una condición moral que nace de nuestra dignidad de personas sin hacer distingos de género, nacimiento, color, etnia, etc. para nuestra participación. Basta una mirada a la Declaración de los Derechos Humanos o a la noción de Kant sobre la persona como fin en sí misma que está en el centro de la misma, para darse uno cuenta de esto. La lógica en una democracia republicana no es igualitarista. Es otra: es la libertad con mérito, la igualdad como condición de justicia. Se parte de la experiencia de la libertad y se deja a los actores políticos, ciudadanas y ciudadanos, que, ejerciéndola, trabajen y merezcan el puesto que aspiran. Insisto, la triada, en una democracia republicana, es al revés: libertad, mérito, e igualdad como condición de justicia.
¿Es este un modelo perfecto? No lo es. Pero es infinitamente mejor al igualitarismo coactivo pues se funda en una filosofía de la libertad y confía en el mérito y esfuerzo y donde los que ocupan lugares públicos lo hacen por su idoneidad y no por el “dedo” de una ley paritaria. Se podría objetar, sin embargo, que así los elegidos serán siempre varones. Puede ser. Pero eso nos debe llevar a plantearnos sobre las razones de esto y que es lo que hace posible este resultado, sin la coacción de la ley. O acaso no también las mujeres las que eligen a los hombres? Ensanchar las posibilidades de educación de los ciudadanos, luchar contra una cultura de la exclusión y marginalidad, abrir las listas sábanas que representan un odioso privilegio anti-libertario, para que se elija al ciudadano o ciudadana por sus méritos y no mezclarlo con un grupo impresentable.
“Yo no soy capaz, pero soy colorado, era un frase irónica y gráfica de los tiempos del estronismo”. Para participar en la “democracia” de entonces se exigía, coactivamente, la papeleta al partido. No idoneidad. Ninguna formación. La ley de la paridad, con su olvido por la meritocracia, abre las puertas a hacer innecesario el esfuerzo, superfluo el mérito, sobrada la libertad de elegir. Es reaccionario, no progresista. Es la suplantación de la autodeterminación republicana por una ingeniería social desde el poder. Una democracia, en última instancia, que no entiende que la libertad es un riesgo y que esta, a pesar de su incertidumbre, hace crecer a una comunidad, no es digna de llamarse democrática. Todos queremos la igualdad -qué duda cabe-, pero la misma debe ser merecida o si no, introducimos otra injusticia más.
Es así cómo, inalterable, permanece la objeción de mis alumnos: “Usted nos pide estudiar, y después, nos dice que, de cualquier manera, podremos pasar el curso”. Lo justo, es siempre, dar a cada uno lo que le corresponde por su esfuerzo, lo que merece. Lo igualitario, no es libre, ni es justo. Es arbitrario.