La tragedia de las ideologías: el pecado contra la realidad
“…las ideologías tienen una relación o incompleta, o enferma o mala con el pueblo…”
Papa Francisco
La democracia como forma de gobierno es un signo de nuestro tiempo. Es que como tal, la misma parecería contener en sí misma, un valor y una calificación casi sagrada. No hay peor insulto a una persona que tacharla de antidemocrática, o autoritaria, o peor fascista, que serían términos cuasi sinónimos. Pero, al mismo tiempo, pareciera que no se tiene confianza o paciencia con las autoridades elegidas democráticamente. Como que la forma de gestión de autoridades, aunque elegidas democráticamente, resulta insuficiente en la práctica, o es lenta en generar el bienestar esperado. Esta queja, la mayoría de las veces no sólo es legitima sino, y sobre todo, necesaria. Es que la democracia, por propia condición, exige de la crítica, de la participación ciudadana.
¿Pero por qué esa impaciencia y protesta? ¿Qué es lo que ocurre?
El papa Francisco indicó en el León Coundou la razón de esa experiencia de malestar, de desasosiego: el olvido de la persona real, mientras se exalta la propuesta ideológica. Es que en el principio de la acción social, está la persona concreta, y no en las abstracciones utópicas.
El olvido de la persona concreta deviene así en el más grave traspié ético de la democracia. No debemos creer que esta última, por la reverencia cuasi-religiosa de que disfruta, está exenta del virus ideológico. Muy a menudo, el contenido ideológico al interior de la democracia manipula, tergiversa la realidad, falseando el verdadero sentido de la libertad, o también, del deseo de igualdad. Así, la libertad o, ciertos valores para generar bienestar, se desnaturalizan y transforman en fines absolutos, coaccionados por el Estado o, por la presión de grupos de interés que no tienen en cuenta la dignidad personal de los ciudadanos.
Ante ésta realidad, el escandalizarse de la situación, no sería de mucha ayuda. Responsabilizar a otros, mientras se esquiva el bulto del propio compromiso, ayudará menos. Creo que esta crisis de la democracia es la de verla como una forma funcional, sin referencia a lo concreto, a la corresponsabilidad de todos los ciudadanos de ser copartícipes del bien común. Pero la responsabilidad es recíproca como en toda república que aspira al autogobierno de cada uno, la de las autoridades, pero también la de los ciudadanos.
Pero ahí yace, justamente, el drama de la política: la apuesta a las ideologías, y agregaría, a cierto ideologismo –ideologías cerradas en sí mismas– que mira la realidad desde esquemas prefabricados confieren un contenido falso e ilusorio a la democracia. Es el pecado contra la realidad, –la de ideas sin realidad– que nos sugiere el papa Francisco. La propuesta de imaginarse de lo que debe ser una sociedad y un pueblo –como producto de un deseo de pura especulación ideológica– sin un sujeto o pueblo que lo encarne.
Y esto no sirve, pues la ideología utiliza y manipula a aquellos que quiere ayudar. Hablan del pueblo pero no lo asumen, lo usan, para intereses de grupos. Pero, nótese que esta fabricación y uso de formas para manear la realidad no es algo propio de la “izquierda igualitarista” sino también de los partidarios de una “libertad sin límites”. La de aquellos que piensan que la libertad, económica o social, dejada a su propio capricho, –mecánica y funcionalmente– nos proveerá de la parusía social. Y ambas, en su visión sesgada, se olvidan de la plenitud humana.
¿Pero por dónde comenzar esa propuesta más concreta? ¿Por nuevas políticas públicas, más racionales, más lógicas? Yo creo que no, al menos, no por el momento. El escritor Chesterton, converso al catolicismo, decía que se puede enloquecer por un exceso de razón y de pura racionalidad que a la larga nos lleva a un fundamentalismo –ideológico– muy próximo a la locura. Debe existir creo, primeramente, un pedir perdón y, luego un hacer memoria para darnos cuenta que el tiempo implica paciencia.
Perdonar es reconciliarse con la realidad. Y a eso ayuda unas veces nuestra disposición, la belleza que Dios nos presenta ante la realidad de los otros, y, la apertura del corazón. Pero ese perdonar también exige, el cooperar para no quedarnos aferrados en el rencor y el resentimiento, que es el mayor daño de la ideología. Perdonar significa, después de todo, donarnos y aceptar la realidad tal cual es. Hacer memoria para tener paciencia es también reconciliarse con la realidad. Tiempo para que las cosas cambien, tiempo para que maduren las personas, tiempo para que las instituciones se consoliden. Una persona, un yo sin memoria es así un ciudadano sin pasado, con la nada detrás de sí, inmerso en un presente sin conciencia de lo que pasa, presa fácil de las ideologías que le prometen todo.
Volviendo al comienzo. Toda crisis es parte de la realidad, y debe entenderse también como un momento de dejar de lado un proyecto equivocado. Este es un momento histórico privilegiado para darnos cuenta de la insuficiencia de las ideologías. Ningún pecado contra la realidad es gratuito. Tiene consecuencias. Pero el modo de cómo responder a esa consecuencia es lo que, en última instancia, hará la diferencia. Ese ha sido y continúa siendo la propuesta cristiana; la del “sin mí no podéis hacer nada”. Lo humano mismo de la realidad se destruye y ahí está la prueba en la crisis. Ese es el único progreso, el de generar lo finito de una sociedad con el regalo Infinito de Dios que comparte su destino.
Y para ello las ideologías, como dijo Francisco, no nos sirven.
Publicado en La Nacion