Lo político no agota la realidad
Lo que caracteriza a las nuevas y falsas creencias que afectan al mundo social -al cual los empresarios no están ajenos- es la pretensión de que toda la realidad, incluyendo la realidad personal, es esencialmente política. Tal aseveración implica que no hay espacios prepolíticos o, como lo indicamos la semana pasada, existenciales, o morales; o también religiosos. Como que la distinción entre lo privado y lo político ha sido deglutido por esto último y, como consecuencia, el Estado y el poder, como ejes de lo político, se inmiscuirán -se quiera o no- en el ámbito personal. Lo personal, se dice, es, entonces y sobre todo, una cuestión estrictamente política.
¿Consecuencias de esta falsa creencia? Varias y significativas. Una de ellas es que no existirían una realidad humana, un orden natural y moral, previos al orden legal. O dicho de otra manera; las instituciones de una sociedad y sus derechos serán creaciones de la ley y las leyes. Y como esta, o estas, son productos de quien, o quienes, detentan el poder, entonces -en férrea lógica seudodemocrática- la ideología dominante definirá lo que es el ser humano, lo que es el matrimonio, lo que significa la vida útil o la muerte inútil. Lo personal, después de todo -se afirma- es político, por lo que nada debe escaparse al poder. Es totalitarismo, pura y simplemente.
Ya nada “natural” o de sentido común podrá aceptarse, pues lo que cuenta es lo que dicen aquellos que definen la realidad de la vida. De ahí una segunda consecuencia trágica; la forzada igualdad de “llegada”. Los ciudadanos deben disponer de los mismos bienes y atributos, sin tener en cuenta los méritos ni las aptitudes, sino la distribución de sexos o lo que se ha denominado la construcción del género. Esto debe ser una garantía del poder público, por lo que, la distinción entre lo público y lo privado, tan apreciados por el derecho, se borra, se diluye trágicamente.
Si la política lo invade todo, cualquier acción de quienes tienen el poder se justifica por la necesidad política, es decir, la búsqueda de fines enmarcados únicamente en esa esfera. Y este es el punto en que la política, que en puridad debería ser la búsqueda afanosa del bien común, se convierte en un fin en sí misma.
Cuando tal cosa ocurre, despojada de todo sentido que la trascienda o que la limite -lo religioso, desde luego, pero también lo ético, lo artístico, lo lúdico, y hasta la racionalidad técnica-, la política se convierte en el horizonte total de la realidad. Tal cosa se hace más evidente en los regímenes radicalizados, donde la revolución es el criterio supremo por el cual se juzga, se premia o se condena a los seres humanos.
Pero aun en regímenes menos despóticos brota el germen de la arbitrariedad, en circunstancias tal vez menos trágicas, pero igualmente deshumanizantes y degradantes de la dignidad humana. Ministros que la ciudadanía considera dignos de encomio por su eficiente labor, son destituidos, no por “hacer política” como falsamente se alega, sino por expresar opiniones disidentes sobre la reelección, que nada tienen que ver con la gestión gubernamental. Salvo, claro está, que la reelección misma se convierta en una política de Estado, en torno a la cual no hay opción posible.
La mayor tentación de la política -y de los políticos, desde luego- es perpetuarse o congelarse en las formas históricas o en las relaciones de poder que configuran un tiempo determinado. El paso inexorable del tiempo, el transcurrir de los plazos y períodos democráticos, induce un frenesí continuista que no se detiene ante los obstáculos legales, ni mucho menos ante las personas que no comparten sus designios, y que impone un voluntad de coacción -no de persuasión-, que, paradójicamente, encuentra su única y frágil legitimidad en las mismas normas constitucionales que pretende derogar.
Por eso, más que la legalidad democrática, tan voluble al voluntarismo político, es el principio republicano, en particular el de la autolimitación de los poderes, el que debe otorgar legitimidad permanente, de origen y de ejercicio, a quienes detentan la representación de la soberanía popular.