No todo egresado es universitario
Aquellos que nos dedicamos a la humanidades, y especialmente a la filosofía, estamos acostumbrados a las burlas que aquella esclava Tracia –como nos cuenta Platón en su Teetetos– le dirigió al sabio Tales que, mientras miraba las estrellas, se cayó en un pozo. Es que a Tales, tratando de auscultar toda la realidad, se le escapaba lo que tenía delante de los pies. Como se ve, la incomprensión de las humanidades no es nueva. Pero aun así, esa realidad en nuestro país no deja de sorprenderme. Y si a eso se agrega el uso equívoco que se asigna a la palabra educación como sinónimo de utilidad, y de métodos, y de conocimiento “científico”, como condición necesaria para la democracia, el cóctel intelectual se torna trágico. Las humanidades, si aparecen, serían solo de relleno.
Es que, observada así de manera aséptica, la pretensión de que esta educación es necesaria para la democracia, parecería no ofrecer reparos. Y así se afirma, y con razón, que muchos jóvenes se educan, pues obtienen doctorados o masterados, implicando con esto que se cumpliría con una necesidad para consolidar la democracia. Esto parecería indicar un olvido –pero no solo en la educación superior y escolarizada, sino también al interior de hogares y empresas– de contenidos reales, de fines, de verdad, de dichos títulos universitarios. Es que si lo que se presume es la exclusividad de lo técnico, sería una educación que yo la llamaría “metodologista”. Solo medios, formas, funciones de cómo funcionan las cosas. Una educación, insisto, sin verdad sobre la realidad. De ahí, se colige, que la “educación” debe ser útil; ayudar a que la sociedad funcione, y nada más. El resto sería pura contemplación inútil, que nos haría caer a todos en el pozo, como a Tales.
Digo todo esto, pues creo que hay una actitud que se ha hecho cultura cuasi planetaria y no solo en nuestro país –actitud que está ahondando la crisis humana que estamos atravesando–. Me refiero a la crisis humana al interior de los partidos políticos, el surgimiento de populismos, aun en democracias avanzadas. Y es la actitud de desconfianza en la educación, en los saberes últimos acerca de lo humano, acerca de lo que las cosas son. Ya casi nadie, muy pocos, guardan la memoria, por ejemplo, de que la política nace de un deseo de felicidad, de responder a la pregunta de cuál es el mejor camino de la vida –como corregía Sócrates a Gorgias–. Hoy prevalece la pragmática idea de, la mera funcionalidad de Maquiavelo de que todo es el poder. Y de ahí que los medios –encuestas o publicidad, dinero o lo que fuere– sean puro “management” para mantenerlo. El resto, pretender educar a las personas en el bien, es inocente, absurdo, un sueño.
Pero aquí surge un hecho llamativo. Cuando las protestas de muchos ciudadanos se dirigen, precisamente, a esa falta de valores, de principios, se traslada inmediatamente la responsabilidad a la universidad o al sistema educativo sin más, que no ha educado en esos fines o valores. Pero cuando se pregunta a esos mismos ciudadanos sobre qué libros de honda cultura han leído últimamente o si apoyarán a sus hijos a estudiar humanidades, la respuesta es el silencio o el rechazo más enérgico. ¿Para que? Y se agrega de una manera apodíctica: –además– los libros son “carísimos”.
Este “metodologismo” educativo –que así se llama este reducir la educación a cómo funcionan las cosas sin valorarlas– ha penetrado ciertamente en grandes sectores de la educación universitaria, pero también –y es lo más grave– ha permeado a la familia. La sociedad misma, en grandes sectores, rechaza casi instintivamente la educación humanística, pues la misma es percibida como inútil. Las convicciones educativas son meramente pasajeras, relativas, útiles. Ya no se cree, basta mirar en los hechos, aunque en las declaraciones se las niegue, en el contenido humanístico de la democracia, de la familia. Y así, la “culpa” de la crisis política es siempre del “otro”.
¿Cómo esperar entonces que la democracia de nuestro país esté repleta de humanistas? Los Eligio Ayala, Blas Garay, Rafael Eladio Velázquez, Efraín Cardozo o Jerónimo Irala Burgos no se improvisan. ¿Cómo esperar, asimismo, que el reciente debate presidencial del Partido Colorado generara algo sustantivo que no puede dar? Confieso que la sola mención de que la “historia lo juzgará” a Stroessner me hizo pensar no solo en la víctimas de la dictadura, sino en qué hubiera dicho un humanista como Osvaldo Chávez ante tamaña afirmación de un posible presidente de la República de su partido. O ver repetidas veces la insistencia de que la cuestión pública es casi exclusivamente una cuestión de “management” donde lo que cuentan son los números. Es el modelo de una democracia vacía, pues, en el método y en la técnica no hay convicciones, sino solo un camino hacia posibles destinos. Un pragmatismo que fatalmente nos lleva solo a un poder vacío de fines, y de valores.
Y termino con esta, nuevamente, mención a Platón, que, en esto, sabía lo que decía: “Porque las constituciones de las ciudades no proceden de las encinas ni de las rocas, sino de las costumbres mismas de los miembros que las componen y de la orientación que éstas imprimen a todo lo demás”. Es cierto: nadie da lo que no tiene, así como no todo egresado es universitario. Esa carencia se notó, sobremanera, en los precandidatos colorados. Universitario supone universalidad de saberes, humanismo y humanidades, significa reflexión, implica silencio, conlleva paciencia, requiere estudio de los clásicos. Política no es solo saber manejar un presupuesto o, exaltar a una seccional. Es dar propuestas de humanismo integral. Pero antes de acusar al otro de una falta de educación, sería bueno mirarnos a nosotros mismos: ¿cuándo fue la última vez que leímos a un clásico? Me imagino el coro de risas, pero esta vez no de las amigas de la esclava Tracia, sino de los descendientes de Tales.