Sin republicanismo, la democracia se torna totalitaria
Lo he afirmado más de una vez: el problema en nuestras democracias no es que no propongan alguna moral –pretensiones morales existen en demasía– sino que se proponen demasiadas. Y lo que ocurre es que no se tiene una manera de determinar cuál es la moral verdadera. O más exacto sería decir: aquella moral más propia del ser humano, aquella que le abre la posibilidad de llegar a su plenitud.
Si se pregunta a la gente si vive una vida moral, muy pocos contestarían que no. La mayoría dirá que sí, aunque, muchos de ellos darán modos o justificaciones diferentes y hasta contrapuestas de lo que determina la buena moral. Sea el ciudadano que defiende el matrimonio homosexual como el que no lo hace, ambos darán una justificación moral.
Para el primero, la inmoralidad será el discriminar a una persona del mismo sexo y mantenerla fuera de la posibilidad del matrimonio; para la segunda, será conferir la institución del matrimonio a personas que, por su identidad biológica, no debería contraerlos. Lejos están los tiempos en que existía una moral homogénea y hegemónica como criterio de lo que es moral o no.
De ahí que se podría concluir que, de hecho, lo que existe es una oferta plural de varias morales y ellas se contradicen, a menudo, entre sí. Todo esto que digo no es lo que a mi me hubiera gustado, sino es, simplemente, la descripción de lo que ocurre. Mi deseo de que fuera la moral cristiana el criterio normativo no deja de ser un deseo, teniendo en cuenta el avance, aparentemente, inatajable de la secularización.
Nuestras democracias, se puede decir, son “posmorales” o se hallan más allá de la moral, pues, al existir varias no posee ningún mecanismo para decidir cuál de ellas es la verdadera. Y esto se profundiza más cuando, la mayoría de las constituciones actuales garantizan la libertad religiosa e ideológica que supone que las ofertas de códigos morales debe respetarse. Es plural, diverso.
Pero la pregunta es ¿cómo proceder y establecer el respeto entre esa pluralidad ideológica-religiosa? La cuestión no es fácil ni automática. Ya lo había escrito más de una vez: la mejor alternativa es una democracia republicana. Pero veamos. Como la fragmentación social es de tal magnitud que impide convenir en valores comunes sustantivos de convivencia –ya no hay consenso en lo que es la vida, o como se debe educar o qué es el matrimonio o, incluso en qué consiste la dignidad humana– entonces, se debe cuidar de que una democracia respetuosa de las creencias plurales dé una participación a todos en igualdad de condiciones afirmando la neutralidad del sistema mismo. Una neutralidad en la aplicación de normas de igual y protección de derechos.
Esto se logra respetando la libertad republicana, de abajo-arriba, de los ciudadanos que se autogobiernan y por ejemplo, deciden establecer una escuela donde sus hijos puedan educarse conforme a la fe de los padres. Ese Estado, por su misma neutralidad, no puede negar algo que nace del derecho de los ciudadanos. Ni menos imponer una forma distinta a la creencia de esa comunidad. Lo contrario a esta democracia republicana sería la democracia-laicista liberal, aunque se la invoque, paradójicamente, en nombre de la libertad.
Me explico. Si el Estado neutro asume una postura ideológica única sobre la realidad, la familia o la educación, una sola y no respeta a los sujetos o comunidades que poseen otra visión, entonces impulsará una visión ideológica reducida de la realidad. Esto es, lamentablemente, lo que ocurre en la democracia-laicista liberal actual, donde lo único que interesa es el procedimiento democrático que, dicho sea de paso, no busca promover ningún bien en particular que libremente, de abajo-arriba los ciudadanos pueden establecer. Por el contrario, esta democracia, aunque se declare en los papeles neutra, no lo es. Posee una visión única y sesgada de la realidad y como tal trata de imponer a todos sin respetar a los sujetos o comunidades que disienten con la misma.
Este es el peligro de la ideología del género que no pretende ser una visión ideológica más, sino la única ideología que identifique al Estado y que se imponga a las comunidades religiosas. ¿Meta? La de diseminar una única y exclusiva visión de las cosas, la educación, salud, matrimonio, donde cada uno decide sin tener en cuenta ningún dato de la realidad, por ejemplo la biología. Así, a esta democracia antirrepublicana no le interesan mayormente el pluralismo ideológico ni religioso por más que lo declare. Lo que en sí mismo es irónico: una ideología que busca la no discriminación, discrimina a aquellos que piensan distinto.
Creo que la perspectiva de una democracia republicana es infinitamente mejor: permite a varias posturas articular sus propias identidades ideológicas y religiosas y, con ello, enriquecer el diálogo democrático y ejercitar así el respeto y la tolerancia. Si un grupo de ciudadanos quiere educar a sus hijos en la ideología de género y otros en la moral cristiana, eso es cuestión de decisión ciudadana. Un Estado auténticamente democrático debe saber acomodar ese pluralismo sin imponer una visión sesgada de la realidad. Trágicamente, lo que tenemos hoy es el avance sin frenos de la democracia-laicista liberal, que más temprano que tarde propugna por la exclusión y separación hostil de la dimensión religiosa de las instituciones, la educación, la salud, incluso, las profesiones liberales. Pero eso no podrá ser una república sino mero totalitarismo.