La vuelta del nacionalismo: el fruto espurio de la posmodernidad
Se están dando giros inesperados en la historia que, a estar por las características generales de nuestro tiempo, no corresponden a lo que se esperaba. Los nacionalismos, mezcla de tribalismo y populismo, con sus repercusiones políticas –separatismo, chauvinismo, desintegración– están en alza. Y en un tiempo que, por su propuesta cultural, aparentemente, debían de convivir. La diversidad, de todo tipo, ha sido en el dogma posmoderno, el ideal que al vernos representados todos, minorías y mayorías, haría posible una vida más humana, sin discriminaciones ni olvidos.
Pero los frutos de esa posmodernidad parecen ser otros. De ahí que lo de frutos espurio, creo, sería apropiada. El nacionalismo, desintegrador y separatista, sería una moneda falsa, ilegítima, de la posmodernidad. No solo el Brexit significó una ruptura sino, y sobre todo, la idea de que la integración de naciones diferentes, en última instancia, no beneficia a las mismas, está cada vez más extendida. El caso de Cataluña de estos momentos, con tal vez, la trágica ruptura con el resto de la nación española así como el de Escocia hace un tiempo o en menor grado, los movimientos nacionalistas europeos, como el de Marine Le Pen en Francia, o los intentos populistas-nacionalistas de Trump, no hacen sino mostrar el rostro de una posmodernidad que está entrando en un territorio de difícil gobernabilidad de sus democracias.
Fíjese el lector que no hablo de nación sino de nacionalismo. La nación como realidad social es un hecho que se nutre de una serie de raíces culturales, étnicas, religiosas. Es la comunidad humana que, poco a poco, se va delineando como una sociedad organizada. Así, ninguna nación nace por decisión política o jurídica: es un hecho de la historia. Y cuando ese hecho histórico se constituye organizada y políticamente, tenemos la nación de un estado, con poder y territorio. Todo esto es sabido, hasta pueril.
Pero lo que ha sido tan trivial, es la tendencia a hacer de la propia nación una suerte de esencia permanente, fija, eterna, cerrada en sí misma. Así, se ha dicho que la nación tiene “un alma” o la nación “implica una raza”. O más aún, esa raza tendría un alma –como diría nuestro Manuel Domínguez–. Y así, la realidad de la nación se va aislando cada vez más, donde el otro, el que no pertenece a la nación, será mirado como un extraño, un foráneo, un meteco como le gustaba repetir Natalicio González. No sería sorpresa entonces que el nacionalismo fuera el ingrediente unificador de ideologías centralistas y totalitarias, sobre todo, de tradición fascista y nazista.
A diferencia de una idea abierta de nación integrada a otras, el nacionalismo mira al pasado para definirse, no enfrenta al futuro pues, asume, que el mismo diluirá su esencia aún más. El nacionalismo así, poco a poco, socava el esfuerzo unificador de los intentos integradores de una visión de la realidad política, que se fija en la común unidad de lo humano, de que existe una condición humana con metas comunes. Es lo que Ortega y Gasset, proféticamente, señalara como la idea de futuro. Una nación es tal si comparte una idea razonable de futuro. Y ese ha sido, el intento civilizador de la democracia liberal.
Pero, ¿qué ocurre hoy? La modernidad que ha aspirado a cierta unificación de la historia –con énfasis desde luego de la Segunda Guerra Mundial, en 1945– con sus sistemas jurídicos universales, desde la declaración de derechos hasta la integración de continentes, parece sufrir los embates de un nacionalismo separatista y, hasta tribal, que pone en tela de juicio la misma noción de común humanidad. ¿Por qué digo esto? Lo digo pues para la posmodernidad, que con su afán de diversidad, y pluralismo, ha socavado, paradójicamente, lo humano, proponiendo su “deconstrucción”, sembrando la dispersión, la discontinuidad, minando lo que ellos llaman las totalidades metafísicas de la política.
Así, queda así solo la diferencia, las singularidades, pues asistimos a la muerte del sujeto. Lo que hace del ser humano algo inventado por él mismo. A nadie debe sorprender entonces, que en esta era mediática, estas ideas fragmentarias penetren en la conciencia de muchos, que instintivamente forman pequeños grupos amalgamados en afectos, instintos y donde el ideal de una nación abierta que pueda cobijar a más de una cultura, lenguaje o grupo étnico, es mirado con sospecha. Y de ahí que se sienten más seguros, con un poder político que reflejen su idea reducida, insular, de lo nacional. Solo una cosa es segura de esperar de todo esto: conflicto. El sueño de una “paz perpetua” como lo entrevió Kant de esto, es una ilusión. Basta rememorar las dos grandes guerras del siglo pasado para verificar esta afirmación.