Una República y los hábitos del corazón

Si la experiencia de vivir en una república, como lugar común de participación de todos en una comunidad política requiere que los ciudadanos no dejen de lado lo que ellos son. No pueden poner entre paréntesis sus afectos, su cultura, y sobre todo,  lo que constituye una vida buena moral. Por el contrario, la pretensión actual quiere negar esta dimensión; el hablar de la ética publica parecería contrario al espíritu democrático. La política debe evitar, entonces, preguntas sobre el destino  humano y abocarse a cuestiones de índole presupuestaria. O bien económica. El punto es la eficiencia, y ello  haría innecesaria la referencia a cuestiones cívicas, o morales, o al destino humano.

Pero la humanidad de una persona no puede dividirse. El ciudadano no es un esquizofrénico cívico. Es que  existe todo ese entramado que constituye el humus o suelo nutricio de lo que se llama cultura cívica. La privatización de lo que constituiría una vida buena o el reducir lo que nos mueve vitalmente a la esfera privada, empobrecería de tal manera el contenido común democrático y social, que  haría de nuestra convivencia  una relación entre extraños.  Pero los ciudadanos no somos individuos desnudos.  Somos más que eso; personas con historia y creencias, pasiones y sentido religioso. Pretender una neutralidad sin historia, limitando el acceso de esos bienes a lo público y dejarlos encerrado en el desván de nuestros objetos de recuerdos, significaría suprimir la solidaridad y el compartir de nuestra humanidad.

Este es un aspecto vital de una república como propuesta y proyecto histórico.  Existen relaciones de sacrificio y de entrega, de servicio y de cooperación que forman parte de la vida en común entre los ciudadanos. Lamentablemente, la política democrática  se ha ido vaciando de contenidos,  rechazando no solo esa forma como realidad concreta sino, y lo que es mas trágico, la ha negado como ajena a la democracia.  Lo democrático es reducido a una libertad  meramente negativa y donde la meta seria el mero progreso material haciendo a una república un remedo. Aquí, tal vez, es tiempo de recuperar la memoria de José Martí nuevamente y la nostalgia de su descripción de la  Cuba que sonaba a fines del siglo diecinueve; un pueblo, decía el cubano, no se funde en una mera revolución sino que se engendre de un proceso lento de maduración cívica.

Martí, tal vez, se  refería a lo que se ha llama los “hábitos del corazón,”  aquella experiencia  que nace y mueve a las personas con autoconciencia de si mismas, y que, por lo mismo, las hace capaces  de determinar el destino de la comunidad política. Una república así, de raigambre popular y enriquecida por la calidad de  hábitos ciudadanos – desde ideas sobre el bien común hasta  el valor de la familia – nos muestran a un pueblo en camino y lo integran como comunidad mas allá de lo mediático, lo mezquino, lo sectorial, lo fragmentario, en fin, lo ideológico tan común en nuestra circunstancia. Tendremos así  una republica densa, rica en matices, hecha de encuentros humanos y solidaridad, no mera fachada fingida en donde lo coyuntural se instala como fruto de acuerdos y contratos pasajeros.

¿Es ese un modelo de sociedad? Es mucho menos ambicioso que eso, es un proyecto a verificar en la existencia de cada uno creando espacios donde la vida  humana sea posible. Es crear el contenido de república, cosa de todos,  reconciliándonos,   no con el Estado o las ideologías que no son sino formas, últimamente de poder, con el otro y los otros. Seamos claros; el estado no es en sentido hegeliano-populista el espíritu que habita en el mundo; no es la peregrinación de Dios en el mundo. Es algo más humilde, menos omnívoro, es parafraseado a Holderlin, la áspera cáscara que envuelve el núcleo de la vida, es apenas la tapia del jardín donde crecen las flores y los frutos. Solo una república que no sea ajena o neutral y que refleje esa capacidad creadora del corazón arderá fervorosa como un proyecto político fecundo y más digno de ser vivido.

Mario Ramos-Reyes