Sin familia no hay ética del bien
Las palabras del Papa Benedicto XVI en su visita a Valencia la semana pasada fueron inequívocas: sin familia no hay identidad ni libertad moral. El juicio del Pontífice, suave en forma pero categórico en tono, no ha dejado lugar a dudas: la familia fundada en el matrimonio indisoluble entre un hombre y una mujer refleja no solo la tradición comunitaria del ser humano, sino es el lugar de la formación, lenta y fatigosa, de nuestra humanidad, el lugar donde el ejercicio de nuestra libertad se entrena para lograr y llegar a colmar ese deseo de nuestros corazones: el de ser felices.
Esto parecería una reiteración de lo obvio, pero en el contexto del mundo actual, lo obvio, entendiéndose como tal el sentido común, es lo que menos prevalece. El contexto es precisamente lo contrario: jóvenes y no tan jóvenes parecen huérfanos de un concepto claro y estable de lo que significa ser humano, o familia, como también de bien moral o amor, y sacrificio. Vivimos en una sociedad donde no solo todo es relativo éticamente hablando, sino que el sólo hecho de afirmar un concepto con valor de verdad permanente es tenido como autoritario. ¿Resultado? Una sociedad envejecida, aburrida y sin esperanzas: ¿es que se puede acaso esperar algo cuando se duda de todo?La pastoral del Papa no afirma esos errores actuales como simples errores de una realidad meramente intelectual, ni aun como posturas contrarias a la doctrina de la Iglesia, sino desde una perspectiva de humanidad; como una carencia que no hace felices -aunque lo parezca- a los seres humanos.Debe advertirse que el escepticismo no solo se alimenta de una educación neutra y laicista de nuestras instituciones públicas, incluso eclesiales algunas veces, donde todo es relativo, sino que proviene de familias desintegradas por separaciones o divorcios dolorosos, que afectan a la formación de los juicios éticos. Es que no se puede creer en mucho si el cimiento ha sido resbaladizo, construido sobre arena. Es más, si ese cimiento tuvo la ausencia de Cristo como clave explicativa de la realidad desde el inicio, el no saber lo que la juventud quiere o lo que nosotros somos, no debería extrañarnos sobremanera.La cuestión no admite dudas: una familia integrada genera una tradición de cultura y valores que pasan a los hijos; tradición que supone un juicio sobre lo que es verdadero y lo que no lo es, lo que es valioso y lo que carece de sentido. Es que cuando un niño nace, a través de la relación con sus padres empieza a formar parte de una tradición familiar dice el Papa, que tiene raíces aún más antiguas. Con el don de la vida recibe todo un patrimonio de experiencia. Sin esto, sólo queda el vacío, la realidad humana queda al descampado para el mejor postor. Ese es un lugar crucial: el de la experiencia humana que no lo puede llenar el Estado ni la sociedad abstracta pues es la familia la fuente de la conciencia que nutre y baña la delicadeza moral de los jóvenes. Si esto no ocurre, solo queda el fanatismo, la violencia, y todas las formas alternativas de llenar la desesperación estéril.Pero debe notarse un aspecto fundamental en el estilo de Benedicto: su presentación no afirma esos errores actuales como simples errores de una realidad meramente intelectual, ni aun como posturas contrarias a la doctrina de la Iglesia, sino desde una perspectiva de humanidad. En una palabra, como una carencia que no hace felices -aunque lo pretenda- a los seres humanos. Pues solo la familia hace que el ser humano complete su humanidad. La del Papa no es una pastoral moralista del mero eso está mal o eso no se hace. Es que la libertad del hacer lo que quiero o me venga en ganas, pues yo construyo como quiero mi género, mi sexualidad, mi vida, no colma últimamente el corazón humano. Es un camino extraviado, si se quiere desesperado intento de colmar ese deseo, ese apetito que anida en el corazón humano. Es hacerse la ilusión, además, de que las convenciones humanas son gratuitas. Que uno se vale y responde a sí mismo. Que lo que dicen mis preferencias sexuales es lo único que importan, y tienen primacía sobre la donación de mi ser.Pero esta cultura echa de menos una realidad ineludible: la naturaleza humana, biológica y psicológica, no permanece inmutable ejercitando una libertad sin límites.
Es que somos mera donación, gracia, pues ningún hombre se ha dado el ser a sí mismo ni ha adquirido por sí solo los conocimientos elementales para la vida (Benedicto XVI). Esa es la trágica equivocación de esta cultura contemporánea del yo me invento a mi mismo y mis relaciones con los otros. Por el contrario, la naturaleza forma al ser humano con una materia y funciones precisas, que pueden madurar o no, llegar a su plenitud o quedarse por el camino. En eso precisamente consiste la conversión: el redescubrir lo que somos, nuestra naturaleza, hurgando en nuestra historia y tradiciones, y sobre todo ser felices; eso es lo que significa que Cristo hace que el ser humano sea plenamente tal. Lo peor del pecado, decía Maritain, no es que es malo moralmente, sino que nos hace tristes. Y eso va contra nuestros deseos íntimos de felicidad, la felicidad que un mundo desintegrado nos deja al estar solos.