La Democracia: participacion y autogobierno
Democracia se ha convertido en palabra mágica. Es una suerte de fetiche que baste su invocación para que la realidad “tocada” por sus poderes celestiales se convierta en, al decir de los clásicos, verdadera, buena y bella. En suma, lo democrático parecería poseer los atributos trascendentales propios de una realidad nacida de lo alto. Se atribuye a lo democrático, me parece, una arrogancia que no le corresponde. Es más, nunca le correspondió tal benevolencia pues, desde el inicio, democracia no fue sinónimo de justicia sino de participación ciudadana. Pero, y adviértase bien esto, a cierto tipo de participación. Recuérdese el caso de Sócrates –el primer mártir de la libertad de conciencia– quien fuera ejecutado por, precisamente, un demos-democrático.
Es que el centro del régimen político para Sócrates no reside en la mera participación sino en el concepto de areté, de la virtud. O lo que más tarde se va a dar en llamar, el autogobierno de la república. Es cierto que la mayoría de las veces, la participación es justa y propia, pero no siempre, como se nota en nuestro tiempo, esa patología democrática que llamamos “democratismo” o populismo. El populismo es así una enfermedad, tal vez no demasiado grave –pero enfermedad al fin pues depende de los grados de la infección que consume al “caudillo”– de la democracia.
Pero existe una pregunta legítima cuya respuesta tal vez obre en defensa de los populismos. ¿Por qué los pueblos, muchas veces sinceramente, apuestan a ese populismo? Si en una democracia el poder legítimo reside en el pueblo que lo ejerce por medio de representantes, ¿cómo es posible que se haya caído en el democratismo? La respuesta obvia es, los representantes han dejado de ser tales. Me explico: cuando los representantes han sido presos de intereses económicos o grupos de poder antes que encarnar los deseos de sus representados. Lo republicano de la democracia es ahogado por intereses ajenos al pueblo mismo. Y lo humano del pueblo es pedir o dar crédito a alguien que se haga con las riendas del poder para remediar las injusticias. Los representantes, que deberían responder al pueblo como en toda república, se torna una élite oligárquica y solo queda el recurso al democratismo.
Se dirá: pero el remedio es peor que la enfermedad. Tal vez. Pero un democratismo o populismo no es dictadura simple y llana. Dictadura refiere a un sistema donde el poder político está centralizado en un líder total. Lógicamente, aquello de frenos y contrapesos del sistema político, o la división de poderes no dejan de ser eufemismos sin consistencia real. El dictador hace de las suyas y en este caso, eso “suyo” es la suma del poder público. Arbitrariedad y ley, en este contexto, es la norma de convivencia diaria. ¿Cuál es la salida entonces?
Limitar a la democracia. Esto de limitar la democracia parece contradictorio pero no lo es. El límite del régimen político es lo que devuelve a la democracia su identidad. Dos aspectos en ese sentido, creo, se deben considerar. El primero es que la voluntad popular, sola, no es suficiente. Es necesaria, por supuesto pero no basta. Es que el querer del pueblo no se detiene porque sí. El pueblo siempre quiere más, quiere mejorar, desea justicia pero requiere de ciertos principios que deberían actuar como “diques” a las arremetidas de la pasión popular.
Se debe notar el hecho de que, no obstante, el deseo de participación del ciudadano no es en sí mismo, como deseo, algo negativo, sino todo lo contrario. En última instancia, el mismo corresponde a la pretensión de igualdad que radica en todo corazón humano. Queremos, y deseamos por lo general, en lo más profundo de nosotros mismos, la igualdad para todos. Nace de nuestra condición humana que puede, aquí o allá históricamente hablando, encontrar justificaciones contrarias espurias, justificaciones de desigualdad pero que, íntimamente, todos sabemos son falsas. De ahí que, políticamente, se aspire a ordenar a ese deseo de igualdad que es signo de nuestra humanidad. El peligro del “participacionismo” se debe insistir en esto, es que afectar a la democracia, arriesgando la gobernabilidad al tornarse democratista, ideológico, intolerante, autoritaria. El punto es, ¿hasta dónde limitarla? Y sobre todo, ¿cuándo ese deseo debe limitarse?
Ese es el segundo aspecto. El límite es el otro, el bien del otro, del ciudadano o los ciudadanos de la comunidad política a los que también se les debe aquello que es justo (o en justicia). Por eso el límite de la democracia es el autogobierno ciudadano regulado por la normas jurídicas. Es decir, lo que les corresponde para desarrollarse plenamente, material, espiritual, culturalmente aún cuando no estén en la mayoría. Ellos también, (y no solo la mayoría) son el soberano de la comunidad política. Por eso, esa comunidad de gobierno de la mayoría pero con respeto a las minorías es una república: es de todos. Por eso se habla en teoría constitucional de frenos y contrapesos.
Una democracia no republicana deviene en “régimen” final que confiere e invita a los comensales que desea; sin los diques de principios de contención. Ahí están en América Latina el kirchnerismo o el chavismo como ejemplos tristes: sin instituciones, con personalismos agobiantes, sin legados significativos. Es la democracia de amigos ideológicos –o de “negocios”– como fin en sí misma, sin referencia a algo mayor, a aquellas verdades fundamentales de moral pública objetiva que hacen que la misma se autolimite: el freno de las verdades de una república, en una palabra. Porque la democracia sin frenos deja de ser tal. Su identidad está en ser también república, o asumir la tradición del republicanismo que, lamentablemente, se asume más como retórica que como realidad política. Una democracia republicana es de la mayoría y minorías: es de todos, en suma es, plenamente democrática.
Publicado en La Nacion http://www.lanacion.com.py/2015/09/17/la-democracia-participacion-y-autogobierno/