El Año Nuevo y la Espera de Prosperidad

 Feliz Navidad y un próspero nuevo año es la frase preferida para desear éxitos  cada fin de año. Y no podría ser menos. Esa petición, mas allá de la mera formalidad, desnuda una inclinación propia de la condición humana. La Navidad renovaría  nuestra esperanza de vivir en un mundo mejor. Y este 2015, el año nuevo, nos daría una nueva oportunidad de hacer lo mejor que podamos. Y no es para menos. La circunstancia da para que la felicitación se justifique. Se inicia un nuevo año y comienza una nueva década, la segunda del tercer milenio. Así, los deseos de éxito y felicidad abundan, como de costumbre.

Nadie, razonablemente, desea algo que no le colme de felicidad, o al menos le toque una pizca de ella. Que más se podría esperar; la vuelta de página de un año que en muchos aspectos no ha sido el mejor, o al menos no ha sido así para muchos, hace que la gente quiera algo mejor. Pero si cada año  repetimos lo mismo, ¿no será porque no se cumple lo que deseamos? ¿Para qué entonces desear nada?  Si nada de lo pedido se logra,  ¿no sería entonces más razonable una actitud estoica, la del “sufre y abstente” – para no sufrir en balde, como se dice – pues nada va a cambiar el destino y la suerte humana? ¿Por qué desear algo que no deja de ser más que un sueño?  ¿Para qué esperar? Esas preguntas son, sin duda, legitimas. Hasta daría la impresión que el desear un año mejor sería más bien mero artilugio sicológico para darnos ánimo en un mundo en que, evidentemente, el afecto a lo humano no es el aspecto dominante.

Dos elementos habría que considerar sobre esa realidad. El primero se refiere a la experiencia humana  de las  preguntas. Por supuesto, la razón de las mismas denota el síntoma íntimo y propio del “desarreglo” estructural de nuestra humanidad; el de pretender colmar  en “ese año que se viene”  ese apetito de plenitud, de gozo, en suma de felicidad, o como se dice de manera grafica, “prosperidad.”  Pero ello no se da pues ese “mundo mejor” realmente no existe, por lo menos en la medida en que impida seguir preguntándonos. O de lo contrario – si existiere  dicha realidad en nuestra jornada humana – no nos preguntaríamos más. Para que, la respuesta estuviera ahí, dada, enfrente, experimentada por todos.

Lo que nos lleva al segundo aspecto; el de esa estructura “desarreglada” de nuestra humanidad, desarreglada, pues nada humano la “arregla – está siempre en peregrinación. Tiende a una meta, ansía un final. Quien más, quien menos, trabaja con toda energía para “llegar” a ese estadio – estudiamos, trabajamos, hacemos política, escribimos artículos, etc. – intentando dar un sentido a ese deseo de nuestro corazón. Queremos poner “orden” en el barullo de nuestro ser pero, como los deseos de fin de año muestran, sin éxito. Y seguimos tratando, haciendo, decimos,  lo mejor que podemos.

Pero nuestro limite es que gastamos energía, lo mejor que podemos, en todos los lugares equivocados. Pretendemos que esa “cura” a la ansiedad, la solución al “arreglo” a nuestra herida estructural nos va a dar el trabajo o la política o, incluso, el bienestar próspero del entorno social y económico. Y esperamos al año que viene, en que todo va a ir mejor. Mientras tanto, posponemos o ignoramos, distraemos la mirada y la respuesta del lugar donde ella, la respuesta,  realmente, existe. Me refiero a la experiencia religiosa que ‘ancla” ese yo desarreglado en Aquel otro que nos hizo. Así, todo lo demás – el sentido a la política, el clima o la depresión – se dará por añadidura.

Esa es la relación con el Misterio que hace que la desproporción de nuestro ser encuentre reposo. Esa es, creo, la verdad del Cristianismo como culminación de nuestro yo tambaleante en la certeza del Tu de Cristo que, lamentablemente, demasiada gente, cristianos incluidos, no intuyen. Y tal vez, algo de responsabilidad tenemos; la de opacar esa experiencia del Misterio con nuestros miedos, recetas morales, reglas de vida, o distrayéndonos en fiestas o preocupaciones que nos hacen olvidar la meta de nuestro peregrinar. Pero Cristo no es un fantasma como los discípulos creyeron en el camino a Emaús. Es real. Es por eso que, el ateísmo práctico, es el atropello mayor a nuestra dignidad de seres que preguntan y quieren, la de reducir la vida a la apariencia, creyendo que la vida se limita a buenos deseos, cosas, y eventos efímeros. El año nuevo no es éste que comienza, es la vida como tal, temporal pero eterna al mismo tiempo.