La religion no es un sentimiento

La afirmación de que el sentido religioso no es un sentimiento y por lo mismo, una realidad subjetiva, no es gratuita. El hecho religioso, como tal, y esto lo observó Max Weber a los inicios de la modernidad como motivación para el nacimiento del capitalismo, es vital para mover las energías de una sociedad. Mas allá de la afirmación weberiana, esa realidad es objetiva; afecta e influye una comunidad, le motiva, y es así como la misma se mueve y busca su bienestar. El progreso como tal, en última instancia, no deviene un fin en sí mismo, sino un medio para hacer más feliz la vida de los ciudadanos, felicidad que está dada por los parámetros de ese hecho de significado: la persona humana lucha y se desvela pues hay una motivación trascendente.

La religión, en este sentido, no es un “enajenarse” de uno mismo -una alienación, en sentido marxista- sino lo contrario; es liberación, suponer que no es un estorbo sino generador de felicidad personal, y sobre todo, social. Este rechazo de lo religioso, haciéndolo un sentimiento sin trascendencia o negándolo simplemente, me temo, es otro de los dogmas, mera credulidad sin seriedad, de la cultura actual. Y esta falsa creencia, no posee pocos argumentos. Es la fe en la humanidad, la fe en que algún ideal histórico -como el de Marx o cualquier otro fin temporal- se va realizar independiente de, y sobre todo, sin la fe. La justificación es, en cierto sentido, simple, brutal, categórica. La de que no se necesita de justificación para el sentido de la propia vida, o de significación.

Esa es la esencia de la credulidad ideológica: una existencia humana auténtica, lo que uno hace y por lo que lucha, se da razón a sí misma. El afán de cada día basta en sí mismo, vale la pena aun cuando, al final del camino y de la vida, esté la nada. No hay, de cualquier manera -se afirma- signos de absoluto que puedan motivar, solo aquellos que llegan al éxito, o al poder como fin. Lo religioso solo se entiende como sentimiento noble pero irreal, no científico, incapaz de motivar nada. ¿Pero es esto suficiente? ¿Acaso un ideal puede mantener incólumes a los seres humanos sin alguna motivación más allá de uno mismo? ¿No colapsarán, sin una mira trascendente, en un mero maquiavelismo del poder, esos proyectos?

Esta es, precisamente, la razón del hastío de la vida o el triste espectáculo de aquellos que, alguna vez, pregonaron ideales, y que, una vez llegados al poder, no paran hasta perpetuarse con el mismo como si fueran imprescindibles o creen descubrir que el sentido de la vida se reduce a la política o el poder. La esperanza del hecho religioso, no mero sentimiento, es lo que da sentido y motiva el actuar humano, lo que muestran que los deseos tienen una realidad más allá de ellos que los mantienen en tensión hacia el Infinito. La peor enfermedad de la sociedad actual es, por eso, la falta de esos deseos, y los mismos, justamente están ausentes, pues se asume que ellos no serán satisfechos. ¿Para qué esforzarse entonces, si se sabe de antemano que todo será, finalmente, inútil? El absurdo no motiva, solo excita cierto romanticismo estéril. Esa es, precisamente, una de las enseñanzas sobre el signo de los tiempos que nos trajera el Concilio Vaticano II: la fidelidad al absoluto de Dios nos acerca a la grandeza y fidelidad al ser humano. La lucha por la justicia solo es justa cuando tiene en cuenta el sentido íntimo de religiosidad del ser humano. El resto es vano; es mera credulidad de que el progreso seguirá necesariamente al incrementar los ídolos y dioses de la tierra, el dinero, el poder como fines en sí mismos.

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