Por qué la belleza importa en la democracia

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Es llamativa la reducción del contenido de la democracia hoy. O tal vez, sería más exacto decir que esa limitación ha sido permanente en la historia humana. La de reducir lo democrático a lo material, lo cuantificable, lo utilitario, aquello que se podría medir por el lucro. Así, el arte verdadero, la búsqueda del saber y, los más sentidos sentimientos espirituales son, si no reprimidos, ignorados, dejados de lado. En este modelo de democracia, todo se calcula y se valora según el crecimiento económico material o bien, la detentación de la propiedad, el dominio de la tecnología o la acumulacion de riqueza. No es de extrañar entonces, que un mercado sin moral, mercantilismo, sea una condición necesaria y, lo que es peor, suficiente para acceder al poder democrático.

Un síntoma social de esto -y como ejemplo es doloroso- es lo que podría ocurrir con la Casa Kostianovsky. Me refiero, precisamente, al plan de demoler esta propiedad, diseñada por el célebre arquitecto Jenaro Pindú hacia el año 1979.  La Casa es una de las obras más logradas de Pindú, uno de los grandes artistas y arquitectos del Paraguay del siglo XX. Pero, se preguntará, y de seguro, objetará el lector: ¿qué tiene que ver la belleza con la democracia?

Como se ve, la objeción de la pregunta es más dolorosa por el olvido del valor de la belleza en una democracia que por el hecho mismo de su demolición. Las razones, o sinrazones, que habitan en la justificación de la demolición denotan una idea de democracia sin conciencia social. Es que democracia implica siempre la cuestión social y esta es el resultado de un difícil equilibrio del bien común. Democracia no se reduce de manera exclusiva a la cuestión económica-material. Desarrollo no implica crecimiento de índices económicos de manera exclusiva. Por eso, esa ceguera para ver el valor de lo que debería ser parte del patrimonio cultural de la ciudad, y de la democracia, es en sí, una crisis social, una crisis de bien común.No ver el valor de la belleza en una democracia denota una profunda crisis social, una crisis de bien común.

Pero, ¿por qué de bien común? Pues porque bien común supone no sólo la suma de bienes individuales materiales y el derecho a poseerlos, sino a la condición general que permite el logro de dichos bienes. Las oportunidades que da la sociedad de trabajo y adquisición de bienes materiales exige una responsabilidad hacia la misma. Si el contenido económico de una democracia está en el ejercicio de libertades económicas -un mercado libre-, este goce de libertades no es absoluto sino se debe mantener dentro de cierto marco de valores.¿O acaso el propietario no tiene el derecho de hacer  uso de su propiedad para lo que le venga en gana?

No todo está permitido por las libertades económicas. El mercado exige, para que funcione, de ciertos valores que, en sí mismos, son inmateriales. Ni la libertad misma, o la honestidad, o, la confianza son bienes tangibles, materiales. A menos que se insista en querer construir una democracia donde el fundamentalismo económico sea el rector, que dicho sea de paso, fue, en gran medida, la pantalla del Stronismo con su imagen  de “progreso infinito,”, mientras dejaba de lado todos los valores para justificar sus tropelías infinitas.

¿Sería esta, nuestra postura, contraria a una democracia liberal? Lejos de eso. John Stuart Mill, un liberal tan poco sospechoso de rechazar las libertades económicas y el liberalismo en general, criticaba duramente a aquellos quienes, como a su propio maestro Bentham,  reducían la felicidad ciudadana a los resultados materiales, cuantificables, lo placentero, el lujo, en suma, lo utilitario. Convertimos a la sociedad, decía Mill, a los caprichos de una filosofía para cerdos, pues también los cerdos tienen apetitos, placeres inmediatos. Insisto, no está todo permitido en una democracia, no sólo en el sentido legal sino, también moral, estético, y ese límite debe ser parte de la auto-conciencia ciudadana que, en situaciones como esta, esté dispuesta a ver de la mejor manera la disposición de los bienes que se poseen.

En la democracia actuales, y esto se nota cada vez más, con el abrasador avance de este tecno-economicismo líquido y vacío que nos invade, la crisis expresiva del arte refleja llamativamente la pérdida del sentido de los valores. La belleza es un valor y, por supuesto, algo más, algo que hace que la realidad sea más ella misma. Lo bello es lo bueno y lo bueno es lo real. Una ciudad que rechaza lo bello rechaza sus posibilidades de bondad. Y de ser ella misma, olvidando su historia, su tradición, la verdad de sí misma. Y al dejar de lado su historia, se desconoce a sí misma. Sorprendentemente, una ciudad bella es más que una ciudad rica, es una ciudad que sabe quién es. La belleza es lo que hace, en última instancia, sabia, buena y bella a una ciudad. Por eso, la belleza importa en una democracia: hace que ella sea el lugar de la acogida a nuestra propia identidad.