El dilema democratico: entre la popularidad y el merito

Existe una expresión de Platón en su República que aparenta ser, a primera vista, sencilla. Decía el filósofo que “la calidad de la polis no depende de las encinas sino de la condición de cada uno de los ciudadanos que la integran.” Un sistema justo de gobierno supone ciudadanos íntegros.

Es la condición, digamos, de la virtud. Pero más allá de esa primera lectura, Platón entrevé algo más como condición que deben adornar a aquellos que dirigen la polis, la sociedad política; la cualidad intelectual, condición sin la cual la “bondad” ciudadana se torna ineficiente, torpe, en suma, vacía de liderazgo. Es la condición, en este caso, del mérito.

La tradición democrática ha recogido dicha enseñanza y con justa razón: la democracia posee un tinte igualitario donde cualquier ciudadano, independientemente de sus cualidades técnicas, puede ser elegido a dirigir la cosa pública. Lo cual es legítimo: la oportunidad está abierta a todos independientemente del nivel educativo. Así vemos que legisladores o presidentes son electos, con demasiada frecuencia, por su empatía con el electorado, buen manejo de propaganda electoral, o atractivo estético, fenómeno extendido no sólo a democracias incipientes sino a democracias maduras. ¿Está entonces la democracia condenada a la mediocridad, pues la elección y liderazgo de sus dirigentes es más una cuestión estética o material que una cuestión moral o de mérito?

Ciertamente, podría condenarse si sus contenidos se vacían de valores; pues una democracia sin valores puede degenerar fácilmente en un totalitarismo, «visible o encubierto».  El ejercicio de una verdadera democracia» es llevada a cabo cuando el gobierno se inspira en los valores supremos e inmutables (JPII).
Y ese ejercicio se lleva a cabo en una democracia, no con ciudadanos electos que, lo dijimos, pueden ser más populares que capaces, sino con la conciencia de que los elegidos sabrán nombrar a aquellos funcionarios con méritos para administrar la cosa pública. Los jueces o magistrados, para poner solo dos ejemplos obvios, son aquellos funcionarios que no tienen que ser “populares” o partidizados para acceder a la cosa pública.
Es que, ¿cómo justificar que el ciudadano elegido precisamente para “velar por el respeto de los derechos y garantías constitucionales, defender el patrimonio público y social entre otras cosas, no haya sido el que meritoriamente se hacía acreedor a ese nombramiento?  Este es precisamente un ejemplo de ese velado totalitarismo de las democracias formales sin contenido de justicia: el que los amigos, partidarios o no, que mas da, protejan al poder o poderes del estado de la auténtica contraloría ciudadana; el germen de todo populismo de mediocres como diría Platón

Apuntes sobre la Doctrina Social

Mario Ramos-Reyes

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *