Democracia y democratismo
Si en una democracia el poder legítimo reside en el pueblo que lo ejerce por medio de representantes, ¿cómo es posible que se haya caído en el democratismo? Democratismo es una enfermedad de la democracia: exceso que se da cuando la misma no tiene límites a sí misma. La voluntad, el querer del pueblo, no se detiene ante ciertos principios que deberían actuar como “diques” a las arremetidas de la pasión popular. Ese es el peligro del “participacionismo” ideológico, de ese deseo de participar sin atenerse a ciertos medios establecidos, que puede afectar a la democracia, arriesgando la gobernabilidad de la misma como advertimos la semana pasada.
Se debe notar el hecho de que, no obstante, el deseo de participación del ciudadano no es en sí mismo, como deseo, algo negativo, sino todo lo contrario. En última instancia, el mismo corresponde a la pretensión de igualdad que radica en todo corazón humano. Queremos, y deseamos, por lo general, en lo más profundo de nosotros mismos, la igualdad para todos. Nace de nuestra condición humana que puede, aquí o allá históricamente hablando, encontrar justificaciones contrarias espurias, justificaciones de desigualdad pero que, íntimamente, todos sabemos son falsas. Es que los seres humanos nacemos libres e iguales, como nos había recordado Rousseau sobre el punto, en los albores de la democracia moderna. De ahí que, políticamente, se aspire a implementar esa igualdad que es signo de nuestra humanidad.
Pero aquí, justamente, surge una tentación y la tentación es la siguiente: es la pretensión de que igualdad es lo mismo que justicia. Lo que constituye un error; lo justo no es necesariamente lo igual y viceversa; hay igualdades que son feas como la injusticia. Justicia es dar a un individuo lo que le corresponde conforme a lo suyo. ¿Qué es eso de “lo suyo”? Conforme a su esfuerzo, a lo estipulado, a los méritos que ese individuo ha puesto en un proyecto o trabajo. De ahí que sea justo pagar el precio convenido a alguien si el mismo ha cumplido su trabajo. Pagarle, sin más, lo mismo, aunque el individuo no haya cumplido lo estipulado o lo haya hecho de manera mediocre, con la excusa de que a otros también se les ha abonado, resuena precisamente no a algo justo sino a mero “igualitarismo.” Y eso no es justicia, sino una corruptela de la Justicia.
La verdadera igualdad es aquella que trata a todos conforme méritos y necesidades. Eso es precisamente lo que se llama democracia de oportunidades, y no de “resultados” igualitarios garantizados por la fuerza del estado. Lo que se debe requerir no es que todos lleguen sino que todos tengan oportunidad. Ese es, me temo, el error en cierta retórica del gobierno de suponer, que solo un proceso de “participación” desembocará en un proceso de justicia. ¿Meros procedimientos? Eso no es democracia sino “democratismo”, participacionismo. Pero la Justicia, insistimos, no es eso. Es una virtud y como virtud moral requiere de algo más, requiere sobre todo de educación -empezando por los políticos y líderes- pero no de cualquier educación -sino a una experiencia humana que no deje nada afuera, englobe todos sus factores- desde los tecnológicos hasta, incluso, los religiosos.
¿Factores religiosos? Ciertamente, pues sin una relación del ser humano con su destino final, de sentido religioso, no hay caridad -amor- propiamente hacia el otro sino hacia sí mismo, hacia el propio grupo; la propia ideología que busca el mero éxito por el éxito, convirtiendo la participación en mero fin sin atenerse a la justicia y meritos de los actores. El Gobierno y la democracia devienen así en “régimen” final que confiere e invita a los comensales que desea; sin los diques de principios de contención. Es la democracia de amigos ideológicos -democratismo- como fin en sí misma, sin referencia a algo mayor, a aquellas verdades fundamentales de moral pública objetiva que hacen que la misma se autolímite: el freno de las verdades de una república, en una palabra.